El seranu

Tiempo de silencio

Y ella, con su inseparable pañoleta acostumbraba a pasar largas jornadas en silencio bajo aquellos corredores de madera que tanto la protegían y que tanto la resguardaban.

Sentada en un tronco de madera y a la sombra de un negrillo pasaba largas horas esperando y recordando sus largos años que ahora se amontonaban en su memoria y en su piel arrugada.

Sola en aquel rincón abrazaba al sol en las tardes cálidas de septiembre y respiraba los últimos coletazos de un otoño que daría paso a un largo invierno.

Desde allí contemplaba la sinuosa carretera que alejaba el pueblo y que tantas vidas había separado incluidas las de sus hijos que habían partido en busca de un futuro mejor años atrás.

Observaba los montes teñidos ahora de colores amarillos y marrones por donde tantas veces había pastoreado con su ganado y que ahora permanecían silenciosos.

Escuchaba el silencio de la fragua ahora enmudecida, y del regueiro que se deslizaba para entregarse sin dudarlo al río valle abajo.

Allí había pasado su vida entera, una vida llena de esfuerzo y de sacrificio, y se había quedado sola, como otros pocos vecinos salpicados a lo largo del pueblo.

Pero en su soledad era una mujer feliz, una soledad reconfortada por la visita de sus hijos y nietos en los períodos vacacionales y que no encontraban otro paraíso mejor que volver a sus raíces y disfrutarlas.

El final del verano se había llevado consigo prácticamente toda la vida, la mayoría había vuelto a las grandes ciudades, llevándose con ellos el bullicio, incluso las golondrinas que anidaban bajo su galería se habían ido también sumiendo al pueblo en un letargo cada vez más habitual.

Ahora todo había sucumbido al silencio, todo se había mudado en una triste calma, y así invierno tras invierno, año tras año de su larga vida.

Recordaba cómo a lo largo de su vida el ganado había ido desapareciendo poco a poco, sin dejar huella, cómo los carros se habían quedado inertes sin vida, olvidados en cualquier rincón, entregados al olvido, como las tierras se habían ido abandonando y como las casas se iban cerrando una tras otra sin duelo, sin compasión.

La soledad y el silencio eran ahora sus compañeros de viaje, eran sus fieles aliados, incondicionales,y solo los recuerdos hacían más llevadera su espera.