Las verbenas
Hace unos cuantos años, cuando apenas comenzaban las primeras discotecas, la gente estaba acostumbrada a las verbenas, sobre todo veraniegas. Allí al compás de unos acordes, más de uno, y de unos cuantos, encontraron el amor con las notas de muchas canciones.
Un grupo de trabajadores que trabajan en los puentes de una nueva carretera, que uniría la provincia leonesa con la vecina Galicia, se afanaban para terminar la jornada para asistir a una fiesta que se celebraba, en las aldeas cercanas.
Era viernes, y el sábado trabajarían hasta mediodía con lo que el trasnochar no sería un gran problema.
A mediados de junio, después de un día caluroso, próximo em cenit la temperatura era más fresca pero agradable.
Todos se fueron aseando y poniendo sus mejores galas, para la noche de fiesta. Atrás quedaba el esfuerzo de los días pasados, y alguna que otra bronca del encargado. Éste se había ido a media tarde camino de Ponferrada, para recoger la mercancía solicitada y de camino, hacer una visita a su hogar, al día siguiente a primera hora, estaría en el tajo, mientras tanto, visitaría a su esposa e hijos menores, que veía de semana en semana, o algún día que tenía que recoger pedidos como ahora. Al cargo de la obra dejó a su hijo mayor que trabajaba con él.
Después de cumplir con la labor encomendada por su padre, el joven, con media docena de compañeros, acudieron a la verbena de una localidad cercana.
Se pusieron sus mejores galas, y después de llenar el estómago, se encaminaron a dicha localidad.
De camino a la verbena, pararon en el pueblo anterior, en el bar, el cual era regentado por el alcalde, compañero de su misma cuadrilla. Allí tomaron unos tragos para alegrar la noche. Cuando llegaron al lugar, la orquesta y los habitantes del pueblo se hallaban degustando la cena. Ellos, con la euforia de el alcohol ingerido, dieron unas vueltas por la plaza, y repararon que dicha orquesta, tenía los instrumentos colocados, en un corredor amplio que daba al centro de la plaza. El cual hacía las veces de escenario, o como se conocía al Templete.
Dos de los recién llegados, eran músicos aficionados de oído, tenían ese don. El más joven aupado por sus compañeros, consiguió trepar al corredor, y con un par de chaquetas como cuerdas, izaron a los otros dos que completaban el trío. Mientras los músicos y los vecinos cenaban, ellos intentaban sacar unas notas de los instrumentos. El primero en subir, cogió el saxo, y logró arrancar alguna nota, el segundo tomo la acordeón, y pulsando las teclas hizo abrirse al instrumento, comenzando una suave melodía, cuando el hijo del encargado, que no sabía nada de instrumentos, intentó sacar algo de la batería, con la cabeza cargada, y sin entender mucho del tema, comenzó a aporrear el bombo, para intentar seguir a los primeros. Debido a que no sabía nada de música y que el alcohol además de envalentonarlo , todavía le atontaba más, no conseguía ni hilvanar una nota, y enfurecido, le dio un buen golpe de pie al bombo, que con la fuerza dada, se le abrió un agujero del tamaño de un puño.
Con las notas disonantes y la algarabía que los muchachos tenían en la plaza, los vecinos del pueblo, fueron acercándose a ver que pasaba, los componentes de la orquesta, acudieron presurosos, por ver que sucedía también, temerosos que algo pasase. Al llegar allí se cumplieron sus presagios, el dueño del bombo, vio con asombro, como el mazo del golpear el instrumento estaba abombado, y el bombo, con un boquete considerable.
Con tal desaguisado, los músicos decidieron no tocar. Los vecinos querían fiesta, habían pagado y empezaron a protestar. La discusión fue subiendo de nivel, y algunos llegaron a las manos.
La autoridad llamó a las fuerzas del orden, y los muchachos fueron llevados al cuartel, dormirían en dependencias policiales, hasta esclarecer lo ocurrido.
Al día siguiente, cuando llegó el encargado, y vio que no estaba la cuadrilla en el tajo, comenzó a lanzar improperios de cual a mejor.
Tuvo que ir a sacarlos del cuartel y abonar una multa de dos mil pesetas por los desperfectos. Además de otras tres mil, por el bombo roto.
Mientras tanto por lo bajo el encargado, maldecía su suerte.
¡Bien sabe dios pensaba: que se las sacaría del pellejo!.