Cuando salí de Cuba
Y llegué a La Habana, dejando atrás el pueblo y todas sus gentes buscando un futuro mejor que el que me negaba la tierra propia que me había visto nacer y que a pesar de todos mis pesares siempre llevaría en mi corazón.
Salí como tantos otros, joven muy joven sin apenas haber cumplido los 15 años y acompañado y siguiendo los consejos de mi propia madre, viuda desde hacía un par de años a la que la vida le daba una nueva oportunidad al otro lado del Atlántico.
Allí nos esperaba un tío materno que había probado fortuna años atrás y al que yo apenas reconocía si no por unas fotos en blanco y negro que colgaban en el salón de nuestra casa del pueblo.
Y desembarqué después de aquella larga travesía en una isla desconocida y que nunca y a pesar de los años que pasé en ella dejó de sorprenderme.
Mis ojos se asombraron de todo lo que veían, bullicio de gentes por todos los rincones de aquella próspera ciudad, gentes elegantes, casas coloniales pintadas de colores, comercios, negociantes, prosperidad y libertad de un pueblo que nos acogió a todos como verdaderos hermanos.
Las fábricas de telas, de sombreros, las tierras que no parecían tener fin, los bananeros, las plantaciones de cacao, la ganadería, el olor a tabaco y las habaneras que cantaban y alegraban las cálidas y calurosas noches de la Habana, mientras todos brindábamos con ron por la suerte de poder vivir en aquella tierra.
Frutas exóticas, mangos, aguacates, las guayabas, chirimoyas, las bananas y otras muchas crecían por todos los rincones, flores de mil colores que yo ni siquiera había podido imaginar, cosechas abundantes y un olor a café que impregnaba toda la isla.
Y en aquel puerto lleno de vida bajaban día tras día miles de personas que dejaban atrás España entre suspiros y lágrimas que el mar traía y llevaba y que rompía con fuerza contra el malecón. Allí empezaba para todos una nueva vida, una vida llena de oportunidades y de fortuna.
Y pronto me adapté a aquel nuevo paisaje, mis montes de Cabrera eran ahora playas de arenas blancas y de aguas cristalinas, mis largos inviernos eran aquí sol y calor durante todo el año y el sacrificio del trabajo pronto empezó a dar aquí sus frutos.
La mezcla de colores lo invadía todo, la mezcla de gentes, los europeos, los originarios, los de raza blanca, los de raza negra, los mulatos, todos convivían en un intercambio cultural constante.
Y pasaron los años agradeciendo siempre a Cuba y desde todos mis adentros y a sus gentes la vida que me habían hecho vivir, y con los años y como otros muchos gallegos como así nos llamaban, regresé a España.
Esa España dura que me había visto salir siendo apenas un niño y que parecía ahora empezar a respirar, me tenía de vuelta siendo ya un anciano que ansiaba volver de nuevo a las raíces de las que nunca me había desprendido y que nunca había podido olvidar.
España era la madre que uno nunca olvida pero Cuba, que ahora se sometía y se tambaleaba y que sentía tan mía, era ahora mi alma.
Con el corazón partido, encadenado entre dos pasiones y atrapado entre mis dos grandes amores salí de Cuba para no volver.