El pequeño Andrés
En uno de los cientos de pueblos de montaña, que componen la geografía española, residía un matrimonio que tenía tres hijos varones, de los cuales Andrés era el mayor. El cabeza de familia, trabajaba encofrando en el duro trabajo de la construcción, la dueña del hogar aparte de criar a su tres hijos, llevar la casa, regentaba con su marido una tienda –bar que hacia de todo. Era bar, salón de baile, tienda de ultramarinos, donde se despachaba: (alimentación, piensos, cristalería, colchonería y un largo etc).
Del primero de los hijos al segundo, había una diferencia de edad de siete años, con el tercero, trece. Cuando el cabeza de familia se ausentaba trabajando en otros pueblos, la mujer no podía hacer otra cosa, que echar mano del pequeño Andrés. A éste su padre le había hecho una especie de banqueta, para que llegase al mostrador, e hiciese los cafés a los pocos parroquianos, que allí acudían, mientras su madre organizaba todo, y antes de ir a la escuela. A sus nueve años, recién cumplidos ya era un experto en preparar cafés, «ferburos», o «ferbudos» (según zonas), «poner parvas», por lo que no fue extraño, que alguna vez éste, terminara probando los sabores de lo servido, y en alguna ocasión cuando acudía a las escuela, con muestras de haber empinado el codo, el maestro, le trajese de vuelta a casa, o le dejase dormir en las estancias contiguas al aula, para que despejara.
Andrés era un niño, alegre y muy movido, ¡un auténtico terremoto!. Le encantaba jugar con el resto de chiquillos, sobre todo al futbol, su gran afición. Por lo que cuando sus padres le dejaban en el bar por las tardes, sobre todo con buen tiempo, en cuanto no divisaba nadie en el local, y sus progenitores, no estaban atentos, corría como un veloz corcel, para participar en los juegos de los demás muchachos, aún a sabiendas de lo que le esperaba. ¡Cuántos cachetes y castigos recibidos!.
El pobre no aprendía, podía más su afición al juego que a lo mandado. No era raro que recibiese ración más que suficiente de cachetes cada día , ya que tanto, el señor cura, como señor maestro, no tenían reparos en echar una mano a sus progenitores ( como bien contaba éste. era casi imposible el día que no recibía de los tres). Como era monaguillo, le comía las fresas y las sagradas formas al cura, le iba a los melocotones al maestro, además de tontear con la única hija de éste. En su casa, ¡eso si que era un tema aparte!. Como él era de buen comer, cada nueva mercancía que se recibía en la tienda, contaba con la aprobación de su paladar. Si algo le gustaba en exceso, no dejaba de comerla hasta que la aborrecía. ¡Cuantas barras, de chorizo, salchichón, melocotones, Tulicren, Nocilla y un largo etc,degustó!. Sobre todo, los melocotones; que con una punta agujeraba, para poder saborear, el almíbar, luego cuando se los pedían de acompañamiento con el vino quinado,los clientes estos se quejaban de lo poco jugosos que estaban.
Sus padres, ya procuraban que éste se enterara lo más tarde posible de las novedades, pero él, observador, nada se le escapaba. Por más que lo escondiesen, no tardaba demasiado en hallarlo. Luego se encontraban, que lo guardado, había desaparecido, cuando más necesario era.
La llegada de los caramelos Toffe y los Ronchitos, fue casi una odisea. Alertados de lo que podía suceder, sus padres decidieron colocarlos en un lugar estratégico, e inalcanzable para Andrés. Pusieron la diversidad de sabores, en carameleras de cristal en tres filas, a buena altura. El pequeño aún no las alcanzó a ver, ya las saboreaba, y pensaba como llegar a ellas. Con la ayuda de una silla y de un saltó, se aferró a ellas, mientras trataba de trepar de fila en fila, para alcanzar la más alta, la de los Ronchitos. Quizás debido al salto, o al peso de su cuerpo, las carameleras de cristal se desprendieron cayendo encima de este. Debido al impacto quedaron los caramelos esparcidos por el suelo, con un montón de cristales. Su madre acudió allí alborotada para encontrarse al muchacho en el suelo, sangrando e inconsciente. Le cogió del suelo y no dejaba de zarandearlo, para ver si se reanimaba, mientras las lágrimas corrían por su rostro, le mojo la frente, y con delicadeza le secaba la sangre, que brotaba de sus manos y cara. Le abrazó con fuerza mientras no dejaba de llamarle, después de unos largos minutos; abrió los ojos, para alborozo de su madre, él, temeroso, por miedo al castigo. Esta vez se libró, pero seguro que con la llegada del progenitor, la cosa cambiaba.
A parte de los cachetes, como castigo no saldría en lo que quedaba de verano a jugar a su amado fútbol. Las dos primeras semanas se comportó. A la tercera, mientras sus progenitores daban una cabezada, después de guardar el trigo y la paja de la era, él cerró sigilosamente la puerta del bar y como alma que lleva el diablo corría para encontrarse con los demás chiquillos. Nada más llegar, cogió la pelota y marcó gol. Aún estaba celebrándolo cuando vio, por la vereda del río como su padre se aproximaba con paso ligero y cara de pocos amigos, seguido de cerca por el señor cura. Andrés palideció. ¡Hoy sería el castigo doble! Trató de escabullirse, pero su padre, le alcanzó le propinándole unos cachetes. El párroco, por su parte sin dejar de sermonear, le asió de la oreja y según apretase el señor cura, Andrés, apuraba o reducía el paso. De nuevo en el bar, donde le esperaba su madre zapatilla en mano, logró esquivar el primero, pero no los que llegaron detrás.
Calmadas las aguas, al caer la tarde acudió a catequesis. Allí le esperaba el señor párroco, y sin la mirada cercana de sus padres, al entrar a la iglesia le propinó con los nudillos, un buen capón y agarrándole de la patilla le hacía ponerse de puntillas, para aliviar el dolor. Mientras le decía: ¡Andresín, Andresín, me ha dado tu padre vía libre y voy hacer bueno de ti, por las buenas o las malas!
Así comentaba: el día que menos recibía eran tres veces, recordando con un deje de resquemor, al anciano cura.