Año del treinta y tres
A comienzos de primavera, del año treinta y tres Domingo Fernandez Paz y Caridad Blanco García se prometen en matrimonio. Una sencilla ceremonia, con un puñado de invitados
Ropa algo más nueva, la de los domingos, una comida un poco distinguida y muy frugal, dan paso a la convivencia diaria. Tan solo tres veces se han visto, y una hasta se han saludado, con sus familias de acuerdo, consienten la ceremonia.
Ella, educada en la obediencia, hacendosa en el hogar, dispuesta cuando el marido solicite y por supuesto darle unos buenos vástagos, para que la estirpe se perpetúe.
Él de algo mejor cuna, de modales zafios y groseros, de apariencia bien parecida y una labia que a pocos dejaba indiferente. Ella por su parte, sin ser excesivamente guapa, llamaba la atención por su atractivo, un cuerpo bien formado, y unos labios bien dibujados y sensuales.
Su primera noche como recién casados transcurre sin grandes pretensiones, él demostrando su hombría, ella esperaba más, pero acostumbrada a callar, lo deja pasar, esperando que todo vaya mejorando. Con el nuevo día comienzan su nueva andadura en común. Faenas cotidianas, en una aldea alejada de una importante ciudad, sin grandes alicientes. Las labores en el campo, la casa, los animales, todo para una vida digna. Las relaciones carnales, al principio son frecuentes, luego se van espaciando. Ella simplemente se deja llevar, él, intenta satisfacerse, con poco énfasis, menos ternura, antes más bien un reproche. En esta situación Caridad sabe que su vida no va a ser una joya, así que al hecho pecho y caminar hacía delante.
Un día descubre con alegría que está en cinta, lo comenta con Domingo, y éste se emborracha para celebrarlo. A los dos meses, pierde a su hijo. De nuevo a los tres meses tiene dos faltas y sabe que en su vientre anida un nuevo ser, pero antes de alcanzar los cinco meses vuelve a ocurrir lo mismo. Pero a primeros del treinta y cuatro concretamente a finales de enero descubre que de nuevo esta embarazada. Esta vez tuvo cuidado en esperar a contarlo, ya que los quehaceres en el campo, no apuraban y las chanzas de su marido, si sucedía lo mismo, irían en aumento. Esta vez, espero hasta que su cuerpo empezó a mostrar, signos evidentes de que de nuevo estaba en estado de buena esperanza. Sin ser un embarazo fácil, tampoco tuvo muchos contratiempos. Domingo, estaba deseando ver la cara de su hijo, para demostrar a todos que tenía un heredero. Él ya contaba con que fuese varón, pero como no la vida o el destino, demostró lo contrario.
A finales de Septiembre nació su retoño, una preciosa niña, que con desaire rechazó. Tuvo que pasar un tiempo, para que Domingo, se acercara a hurtadillas, a contemplar la placidez con que dormía Rosita. Un nombre que le venía como anillo al dedo, pues ya demostraban sus rasgos, que sería guapa. Caridad, vio con alegría como Domingo, pasaba más ratos con la pequeña, cuando ya comenzó a balbucear palabras, éste todo el tiempo que podía lo dedicaba a la pequeña. Seguía apremiando a Caridad, para que se quedase de nuevo en estado, y que esta vez fuera un hombre.
Rosita, ya tenía algo más de una añito, y era el amor de Domingo aunque no lo demostrase, siempre entre compañías, comentaba: “Hay que ver con as mulleracas.” Pero a solas, se le iluminaban los ojos cada vez que la evocaba.
De nuevo la ilusión de un nuevo retoño, se asentó en el vientre de Caridad, y Domingo dio por hecho que sería un hombre. Si el embarazo de la niña no precisamente bueno, lo del segundo fue un calvario, no dejó de vomitar durante todo el tiempo, estaba escuálida, y tuvo pasar todo los meses sentada, y sin grandes esfuerzos. Pero Rosita, sin ser extremadamente inquieta, y la casa le daban bastante lío. En mayo del treinta y seis, cuando las revueltas en España eran constantes, Caridad, en cinta de casi ocho meses, siente como si su vientre se partiera en dos, un dolor punzante va de sus genitales al estómago, obligándola a vomitar. Le asaltan escalofríos que a ratos, le hacen castañear los dientes. La partera, es llamada y ve la situación difícil, también es avisado el médico, y después de horas de espera, su pronóstico no es bueno. El ansiado varón, para su padre, nace muerto, y su madre, se debate entre la vida y la muerte. Tras una larga agonía de tres días, descansa en paz. Domingo, se encuentra hundido por lo sucedido, ha perdido a Caridad, y a su retoño, con una hijita de tan solo año y medio. ¿Qué será ahora de su vida?. Sus padres ya fallecidos, no tiene hermanos y por la parte de su esposa, tiene un hermano, un bala perdida, con el que hace años ni cruza palabra.
Los días se van sucediendo y Domingo intenta salir como puede adelante, gracias a la sonrisa de su pequeña y a las vecinas, que asean a la niña, le lavan la ropa y hasta alguna le lleva un plato de comida caliente. Tres meses después de la pérdida de Caridad, el cruel destino le está aguardando. El dieciocho de Julio estalla la guerra civil, y a los pocos días es llamado a combatir. Un nudo ahoga su garganta, estallando en sollozos, ahora si que está perdido, piensa.. ¿Ahora quien cuidará de Rosita?, las vecinas le ayudan, pero hacerse cargo de una pequeña, hasta que regrese, si eso sucede. Eso, es otra cosa.
Así que sin más demora, toma la decisión de llevársela con él. Prepara sus escasas pertenencias y con la pequeña a horcajadas, en sus hombros, y el atillo al hombro. Echa un último vistazo a su hogar, deteniéndose en la foto de su esposa, cierra la puerta tras si, sin saber si alguna vez volverá. Camina sin volver la vista, mientras una lágrima inquieta asoma en sus ojos. Domingo se une a los vecinos que como él, van al frente a luchar, sin saber ¿por qué?. Todos son despedidos por los suyos, él no tiene de quien despedirse, camina con la mirada baja, mientras las vecinas, le miran en silencio. Los más alegres, intentan animar el camino, aunque solo sea para no pensar en lo que les aguarda. Vecinos, conocidos, amigos que se ven obligados a luchar entre si, sin entender, más que trabajar y subsistir. Domingo, no hace otra cosa que pensar en Rosita, si el no vuelve, no tendrá a nadie.
Desde Ponferrada, los dividen en grupos unos hacia un lugar otros a otro, Domingo va a León a dejar a la niña en el Hospicio, para luego incorporarse donde le destinen, combatirá al lado de los republicanos. A él le da igual fuerzas nacionales, o republicanas, solo desea estar en su casa, con los trabajos de cada día. Los horrores de la guerra mejor ni nombrarlos, Domingo, al principio no era capaz de disparar el arma, pero ante morir o matar, acepta esto último y trata de no pensar en las balas que ha disparado. Balas que muchas veces, han cercenado la vida de personas anónimas como él, a los que no entienden de bandos. Como todo en la vida, tiene un final, la terrible contingencia termina, y Domingo a pesar de las heridas, puede regresar a casa. Otros conocidos atrás quedaron, tal vez en cualquier recodo del camino. Aunque triste por ellos, intenta animarse pensando en su querida Rosita. ¿Cómo será se pregunta? ¿le recordará?, ¡era tan chiquita!.
En cuanto pudo, fue a buscarla al Hospicio a León, para encontrarse con la respuesta de que la trasladaron al hospicio de Oviedo. Después de muchas vueltas, está ante las puertas del hospicio de Oviedo, y allí, por más que pregunta, nadie le aporta nada de la chiquilla. Que sí, estuvo, pero enfermó. Otros que nunca llegó allí, que si murió. Mientras Domingo, no sabe que hacer, sigue buscando, pero pasa el tiempo y no obtiene resultados. Durante un tiempo se cansó, de aporrear puertas, para no obtener respuesta alguna. De nuevo, volvió a casarse, con una mujer de un pueblo vecino, llamada Lucía, con la que tuvo tres hijos varones. Fue siempre una persona callada, que algo rumiaba dentro, los horrores de la guerra, y la perdida de Rosita, le mantenían triste como ausente. En el otoño de mil novecientos setenta y nueve, Domingo se fue, sin saber si su pequeña hija, viviría o estaría muerta. Siempre albergó la idea, de que la chiquilla, tal vez fuese como otros tantos niños “robada”.