El seranu

Vida en la calle

Hace ya casi medio siglo, en las zonas rurales y las ciudades pequeñas la vida se hacía mucho en la calle. Los chiquillos correteaban en ésta, merendaban yendo detrás de un balón o de otros niños. Iban solos con pocos años al colegio, vigilados por el vecindario que los veía pasar. No faltaba vecino, que si veía un pequeño en apuros, saliese en su ayuda. Por lo que los padres, que a veces se ausentaban por trabajos o deberes inaplazable, estaban un poco tranquilos, siempre había un abuelo, un tío o el vecino cercano que estaba al tanto de los niños.

Con pocos años de edad, se ayudaba en el hogar. Después de salir del colegio, en pequeños trabajos o cuidando a hermanos más pequeños. Eso daba una madurez, para afrontar pequeñas situaciones cotidianas, que hoy incluso mayores no saben afrontar.

Los habitantes de los poblados, se ayudaban en las faenas diarias, se compartían penas y alegrías, en las noches de sereno. Los curiosas y curiosos que le gustaba saber y estaban al tanto de todo, traían las novedades de los parroquianos, y allí se; ” recortaba bien la saya o (falda)”, como se suele decir, nadie quedaba libre, solo los presentes, que en otro corro salían a relucir. A pesar de las críticas, si a alguien le sucedía algo. Los demás, la mayoría se volcaban en ayudar, aunque alguno, más por cabezonería que por maldad, se ausentasen.

No faltaban los griteríos a la hora de entrar o salir del colegio, ni en los momentos de recreo, el bullicio de la chiquillería daba vida a los pueblos y alegría.

En la época estival, aparecían broncas contra los infantes, por perturbar la siesta de esos mayores, que llevaban horas agotadoras de trabajo. Al echar una cabezada, el vocerío de los pequeños, era igual que un despertador. Algunos, los más gruñones, más de una vez les arrojó alguna zapatilla para espantar el bullicio.

Los pequeños, se alejaban corriendo, buscando alguna trastada que hacer. A los que más se quejaban y regañaban, también era a los que más se le incordiaba.

Cuando la calma chicha azotaba, y el pueblo, estaba como en pausa, los chiquillos se aventuraban a asaltar las fresas de tío Roque, que las cuidaba con mimo, esperando darse un festín con ellas. Las escardaba, para que las hierbas no estorbasen la maduración, ni hiciesen de escondrijo a caracoles y babosas, que en ocasiones, por no ser atrapados, cuando el ocaso caía, apresuradamente, introducían las fresas en la boca con babosa y todo, haciendo difícil la masticación, era como algo gomoso y poco agradable. Asaltaban como no, los melocotones, del tío Pedro, que abrigado al lado del pajar, casi nunca helaba y las ramas, siempre estaban encorvadas, de aguantar el peso de los amarillentos melocotones. Aunque pocas veces, conseguían recoger buena cosecha, los muchachos un día y otro también agotaban las existencias. Por eso aunque agotados del trabajo diario, casi sesteaban con un ojo abierto, lo mismo que las horas de tertulia, siempre atentos, para espantar a los pequeños.

Alguno, en más de una ocasión fue pillado in fraganti, y recibió la consecuente colleja, o un tirón de orejas, nada importante. Al día siguiente, de nuevo volvían con más ahínco desesperando a los dueños.

Mientras tanto, los padres, no se enteraban, o hacían como que no sabían nada, pues si a cualquiera se le ocurría decir que tal o cual le había dado un cachete, entonces, el castigo era peor. El cachete, pasaba a ser cachetazo, y la torta, a tortazo, con la consabida prohibición, de por unos días salir de casa. Por eso lo mejor era callar, y seguir con las mismas.

Aunque en momentos hiciesen perrerías y molestaran, también llenaban de alegría los rincones de cualquier lugar, y hoy tristemente, cada uno va a lo suyo y lo de la vida en la calle se ha perdido.