Un ladrón honrado
No hacía mucho que se había acabado la contienda española, donde la guerra fraticida, dejó huella a lo largo de toda la geografía, pueblos arrasados, y la miseria a cualquier lado que se mirase.
Matias, tenía esposa y nueve bocas que alimentar, la tierra daba poco, para el sustento de la extensa prole, y terminada la guerra, los que sobrevivieron, tenía secuelas unos por las balas perdidas, otros por la hambruna.
En las grandes ciudades, era fácil encontrar trabajo, ya que la reconstrucción del país era una prioridad. En los pueblos pequeños y las aldeas de montaña, por el contrario, había que trabajar de sol a sol, como siempre se llevaba haciendo, y dependiendo de los caprichos de la naturaleza, no siempre se recolectaba, de acuerdo a lo trabajado.
Matias, se libró de ir al frente porque cuando era niño, perdió un ojo a causa de una pedrada. Poco tiempo llevaba casado con Pepa cuando empezó la contienda. Ya anidaba en el vientre de esta, el primero de los nueve hijos que tendrían. Se llenaba de arar y arar tierras, para cosechar, poco centeno, y por la orografía del terreno, menos trigo. Los inviernos duraban mucho y cuando venía el calor, en poco tiempo salía el cereal, por lo que la espiga que criaba, no siempre estaba llena de grano, tan solo valía la paja para alimentar al ganado. Las hortalizas, llegaban tarde debido a los fríos tardíos. Otras veces eran las heladas de finales de agosto la que mermaban las cosechas. El ganado debido a la climatología, si la nieve era abundante y lo recogido en verano era insuficiente, estaba debilitado, con la llegada los pastos de primavera conseguían sobrevivir, algunos se quedaban en el intento.
Pepa además de llevar la casa y cuidar a sus retoños, ayudaba en las faenas del campo a su marido, pero aún así, pocas veces tuvieron una cosecha abundante para cubrir las necesidades de todos. Los años de la posguerra, fueron de los peores, ya que no había donde comprar, sino era en la villa, que distaba a un día de camino, ni dinero con que hacerlo. Dar de comer a nueve bocas más ellos dos, era algo difícil. Intentaba con los que tenía al alcance, y lo que la naturaleza ofrecía, alargar las raciones, engañando la vista, dando la sensación de saciedad, pero pocas veces lo notaba el estómago, que no dejaba de rugir.
El poco grano que se sacaba, se llevaba a moler a los molinos rastreros, que abundaban a lo largo del río. Matías solía molerlo en el que había en medio de los pueblos de Silván y Lomba, llamado Puentevalla.
Ese año la sequía temprana y el frío reinante en primavera, no dejó granar el cereal, viendo con tristeza, como una vez más la cosecha era nula. Los pequeños seguían creciendo, demandado alimento que Matías y Pepa, no podían saciar. El hombre de la casa, después de meditarlo largamente, tomó la difícil decisión de entrar en el molino y llevar unos cuartales de trigo, para mitigar el hambre de sus chiquillos. Siempre fue una persona honrada, y eso de entrar en un sitio ajeno y marchar con algo que no era suyo, le echaba para atrás, pero mirando las caritas de sus pequeños se lleno de valor. Por la noche, ensilló el caballo, le colocó los serones, y con más temor que valentía, entró en el molino. Espero unos minutos por si oía algo, pero todo seguía en silencio, con el ligero canto de un grillo. Cargó el animal, y se detuvo para escribir unas letras que así rezaban:
EN EL MOLINO DE PUENTEVALLA ENTREÍ. SIETE CUARTALES DE PAN ROUBEÍ. EN SEPTIEMBRE LOS VOLVEREÍ. PORQUE, A FAME NON TIEN LEY.