Un jamón, una cañada de Vino
A pesar de nacer en los albores de la guerra civil, sin muchas abundancias, en un hogar compuesto por ocho hermanos, tenía fama de buen comensal. Tal vez la escasez de esos años dio paso al apetito voraz que siempre tenía.
Cuando fue a trabajar, en las primeras empresas de pizarra de la zona, como el horario de trabajo, se regía más por las inclemencias del tiempo y los abundantes destajos, que por una jornada laboral regulada. Solía apostarle a sus compañeros de faena que si alguien pagaba , él comía cuatro kilos de filetes en el día y cinco litros de vino para acompañar.
En más de una ocasión algunos de sus compañeros le aceptaron la oferta. Estos llevaron merienda en demasía para su sustento, con lo cual el apostante, aparte de engullir los alimentos que llevaba para su comida, daba buena cuenta de los excesos que quedaban de los trabajadores que faenaban con él.
De regreso al hogar a la hora de la cena, no le intimidaba comer y rebañar, todo lo que su esposa preparaba.
En una ocasión hubo quien le entró al trapo, y pensando reírse un rato del hartazgo del apostante. Éste le apostó que en un día normal antes de la tarde había de comer un jamón curado de cinco kilos, y una cañada de vino (Una cañada son cuatro litros de contenido). Estos eran utensilios de latón que hace años se utilizaban para contener o vender, el vino principalmente y licores. También había otros utensilios de medio cántaro o media cañada).
Los que creyeron reírse un rato de la indigestión del tragaldabas, vieron con sorpresa como tuvieron que apoquinar los dineros para tal fin. Dio buena cuenta del jamón dejando el hueso bien limpio y la cañada de vino sin una gota, y lo mejor fue, que no tuvo ninguna molestia digestiva , algo que los paganos de turno, deseaban.
Desde esa fecha, ya nadie le hacía caso, nadie le daba pie a los comentario. Cuando se cambió de empleo, hizo mismo con los nuevas personas que componían la cuadrilla. Algunos de estos ya conocían la fama que le predecía al glotón y no le hicieron gran apego. Aunque unos que se incorporaron en fechas posteriores al grupo si le dieron coba, quedando en la próxima feria, que se celebraba en la villa vecina el domingo, para la apuesta de comer los filetes que siempre decía.
Acudieron a dicha feria y al local de comidas que hacía su propio menú. Él local dejaba comer allí a los que cogían el pulpo el las pulperas del mercado, gastando en la taberna el pan y las bebidas. Por eso ello, acordaron pagarle el hartazgo de filetes si perdían, mientras los paganos comían el pulpo.
La dueña de la fonda, delantal en mano, detrás de los fogones, preparaba filetes según se fuesen necesitando. Primero hizo boca con una buena tapa de pulpo, para luego, antes de tomar café, engullir sin inmutarse once filetes, de buen tamaño, los restantes serían en la cena.
Cuando las sombras bajaban ligeras por la ladera, se encaminó de nuevo al local, allí le esperaban un montón de curiosos, unos apoyándole, otros en su contra, las apuestas corrían de un lado al otro.
De nuevo la cocinera se puso delante de los fogones, y el resto de los filetes, fueron devorados con una tranquilidad pasmosa por el apostante.
Terminada la labor, la dueña de la posada, no daba crédito al estómago del hombre, sonriendo sacando ella partido, le dijo: ¡También podías comer las tripas de un burro, semejante animal!. A lo que todos rieron , mientras ponían los dineros.
Siempre le había ido bien en sus comilonas, pero en ésta a punto estuvo de acudir a un médico, pues en toda la noche, bien pensó explotar como una castaña.
Desde ese día era más comedido en su alimentación, pero en cuanto se notaba más liviano, engullía sin control.
A pesar de sus excesos, era una persona más bien delgada, la enfermedad no le dio mucha lata. Se fue en épocas recientes a sus ochenta y dos años, comentando con sorna:
¡Él sí que sabía saborear la vida!.