El seranu

La rosa amarilla

Todos los días Aurora pasaba por el mismo sitio, para ir a su lugar de trabajo. Ella iba muy feliz, siempre sonriendo, porque le gustaba mucho lo que hacía;  era muy amable y le encantaba ir saludando a todos los que se le cruzaban en su camino. La mayoría de los viandantes siempre solían ser las mismas personas, pues unos iban y otros venían de hacer sus recados o a sus idas y venidas a los trabajos.
-Hola Aurora, buenos días.
– Hola Alberto, buenos días, ¿qué tal te va en el trabajo?
– Bueno, pues me va bastante bien, la verdad es que no me puedo quejar. Contesta Alberto alegremente.
– Y tú ¿qué tal?
– Bien. Yo estoy igual que siempre.
– Pues me alegro. Hasta mañana que nos volvamos a encontrar.
Se despidieron con una sonrisa.
La joven en su recorrido, tenía que pasar todos los días por delante de una casita de planta baja, que tenía un jardín muy lindo, lleno de rosales y hortensias todo muy bien cuidado. Desde el primer día se fijó en quien se encargaba de que luciera tan hermoso: era un joven guapo, bien arreglado, pero notaba que la miraba con ojos tristes y cara pálida. Aurora, no sabía el porqué de su tristeza, ni entendía su espera todos los días al otro lado de la verja para cuando ella pasara por allí, ofrecerle con su mirada triste y su rostro escuálido una rosa roja.
Él joven no le decía nada, sólo la miraba tímidamente extendiendo su mano por entre la reja y le ofrecía la rosa. Ella era una chica  joven y cariñosa, muy simpática y también un poco tímida. Le contestaba «muchas gracias» y seguía su camino. Durante un tiempo se repitió la escena todos los días; él fiel a su cita y la joven encantada de saber que estaría esperando en su jardín para entregarle su rosa roja.
Un día después de un tiempo con el mismo ritual, se atrevió a decirle: «Muchas gracias, ¡pero a mí me gustan las rosas amarillas!».
En el mismo momento se dio cuenta de que el chico se había quedado mirándola tristemente, porque en su jardín no había rosas de ese color. Y así se repitió la escena durante bastante tiempo.
Él seguía mirándola con tristeza, como si quisiera pedir disculpas por no tener sus rosas preferidas para entregárselas.
Un día el jardinero se decidió a preguntarle :
– ¿Cómo te llamas?
– Yo me llamo Aurora.
– Lo siento Aurora, ¡sólo tengo rosas rojas!
– No te preocupes hombre que a mí también me gustan estás.
Pero una mañana Aurora no vio a su chico anónimo, de cara pálida y ojos tristes que siempre le esperaba, a la misma hora para hacerle su ofrenda.
Pasaron varios días, el chico seguía sin aparecer a su cita diaria y ella bastante desolada, también intrigada, se preguntaba «¿qué le habrá pasado a este chico tan atento, que hasta parecía mí enamorado?»
La preocupación y la pena empezaron a hacer mella en Aurora. Echaba de menos al chico, aún sin saber ni siquiera su nombre. Se había acostumbrado a su presencia diaria y le había parecido un chico un poco triste y solitario pero muy atento y educado, así que se propuso saber el motivo por el que ya no acudía a su cita diaria.
Una mañana al pasar por delante del jardín vio una señora, elegante y enlutada, que regaba los rosales. Aurora, dudosa pero con toda la curiosidad e intriga, acercándose a la verja le comentó:
– Señora, perdone usted, pero yo necesito preguntarle algo.
– Tú tiras hija ¿qué quieres preguntarme?
– Pues necesito saber ¿dónde está el chico que cuidaba éste jardín y que me esperaba atento todos los días para saludarme y ofrecerme una rosa roja?
La señora muy serena se acerca a la verja y mirándola con cariño y tristeza le pregunta:
– ¿Tú eres Aurora verdad?
– ¡Sí señora yo soy Aurora! Todas las mañanas paso por aquí a mi trabajo, y este chico me esperaba todos los días en este jardín. Pero ahora, hace días que no lo veo, no sé el motivo por el cual no está.
La señora rota por el dolor, pero con su rostro amable le contestó:
– Pues mi hijita, tengo que decirte que el chico era mi hijo, que estaba muy enfermo, y lo peor aún, muy enamorado de tí ¿tú nunca te diste cuenta mujer? Sabes se fue apagando poco a poco y una tarde, como en el romance de María de las Mercedes, sus mejillas pálidas se volvieron de porcelana y, se murió locamente enamorado de tí, pero nunca se atrevió a confesártelo.
La mujer pronunció las palabras con profunda tristeza.
– Porque claro él sabía que estaba enfermo sin curación y, no podía hacerse ilusiones, dijo con amargura, su pobre madre.
Aurora aferrándose a la verja enredada de rosas rojas y rota de dolor lloró desesperadamente, porque terminaba de darse cuenta que ella también amaba, a aquel chico de mirada triste y el corazón lleno de amor. Y llorando medio desfallecida, se percató que en la verja que ella abrazaba, habían crecido unas hermosas rosas amarillas. Que enroscadas en la verja la abrazaban con amor, con un aroma, del que jamás se puede olvidar. Y de que el amor de una manera u otra siempre acaba triunfando y en el corazón de Aurora había nacido un amor tan grande y bonito que siempre estaría representado por una hermosa rosa amarilla.