El seranu

Secadero o fumeiro

Como era una casa pudiente al lado de lo que antes hizo de «llar» a otras generaciones, ahora, cercana a esa se abría una nueva estancia con una cocina de leña, de las llamadas económicas, un ventanal que daba al arroyo, con unos armarios nuevos, y una mesa grande, donde se unía a las horas de la comida la extensa familia. En esta nueva construcción, el antiguo hogar se mantenía adosado, allí casi olvidada descansaba la antigua cocina ennegrecida, por tantos años de hogueras que calentaron cuerpos y estómagos a lo largo de unas cuantas generaciones.
Con el pequeño ventanuco que daba al lado del sol mañanero, la única abertura de luz natural que daba al exterior. Dentro del habitáculo, se vislumbraba los utensilios. Los murillos levantados a ambos lados de lo que era el auténtico fogón, los trébedes encima de éste, hoy con rescoldos de ceniza, esparcida por los alrededores. Los escaños, con una gruesa capa de polvo y hollín. Los basales y alacenas, desvencijados, colgando de ellos unos papeles de periódico amarillento, siendo difícil leer los renglones más pequeños. Algún plato de porcelana en otros tiempos blancos, algún vaso y tazón con más de una mella.
Colgaban de un lateral del basal, dos sartenes con mango largo, las idóneas para hacer los alimentos sin llegar a quemarse, ahora oxidadas después de años de inactividad. Estas sartenes eran apoyadas en la parte externa, en el apoyo que los trébedes tenían, ya que como el mango era tan largo, pesaba más que el cuenco de dicha sartén y se volteaba. Y debajo del hueco donde se asentaba en otros tiempos el cántaro de agua, una pequeña banqueta, donde los más pequeños se arrimaban al calor del hogar. Cerca de la alacena una mesa, con huecos de carcoma, el espacio de reunión para compartir alimentos.
Paralelo al lugar del fuego con caída hacia la parte derecha, descansaba sobre unas vigas, una techumbre entretejida de palos de mimbre gruesos, con una pequeña separación para extender las castañas, y secarse al calor del hogar, soltando por fricción o con pequeños golpes, la parte más externa de la piel, luego, había que seguir intentándolo con la interna.

Esa estancia ya casi nadie la utilizaba, no siendo en la época de la matanza, para ahumar y secar las carnes del cerdo y partes del ganado vacuno para cecina. Tan solo el patriarca de la casa, en la última recta de la vida experimentaba una sensación que le satisfacía, cuando encendía un pequeño fuego, y se aquietaba viendo la fuego arder, expectante con el crepitar de los leños. Sabía que a su familia, la antigua cocina no le interesaba, impresionados por la novedad de algo moderno, y claro está, por la comodidad. Él, allí se sentía a sus anchas rememorando tantas cosas y sucesos. No sin tristeza recordaba, los pocos años que disfrutó de la compañía paterna, y junto a su madre sacar al resto de sus hermanos.

En esa habitación todavía quedaba el eco de aquellas risas de infancia, de los sucesos no tan afortunados que hubo que soportar, de la escasez de otros años, y sobre todo del inmenso cariño que la familia se profesaba. Los más jóvenes, escuchaban atentamente a los mayores, sabiendo la sabiduría que podían aportar, y los más longevos, se veían en los más pequeños, con aquella frenética curiosidad despertando a la vida. Ahora, esa vida más moderna, hacía que cada persona, se llenase de actividades, sin tiempo para parar y escuchar, era un continuo de aquí para allá para no llegar a ningún sitio, y lo peor, con la sensación de no conseguir nada de lo deseado.

Sacudiendo la cabeza y con ella a sus recuerdos, alzó la vista, y debajo del ennegrecido (cañizo, canizo dependiendo de lugares) creyó ver un pequeño ratoncillo, que trataba de bajar por un delgado cordel, donde ya solo colgaba, la piel de lo que antes había sido un pedazo de tocino. Intrigado, no se movió esperando el movimiento del animal. Este olisqueaba, la piel del tocino, endurecida por llevar más del debido tiempo colgada allí. Intentaba, morder dicha piel, pero se le resistía.

Poco tiempo se le unió un grupo de ratones más pequeños, unas jóvenes crías, que seguían a uno mayor. Se fueron arrimando al primero, se olieron, intentando entre todos morder por otras partes. Uno de los ratones mayores, cortó la cuerda de la que pendía la piel, cayendo esta al suelo, acompañado de los más pequeños, que nerviosos huían hacia todas partes. Pasado el susto volvieron sobre sus pasos, intentando sacar algún bocado de la endurecida piel. Ahora ya pasada la matanza, poco quedaba de la cantidad de manjares que en plena temporada tenían a su alcance.

De repente un nuevo grupo, alertado por el ruido, o por la escasez de alimentos desde la retirada de la carne ya curada, salió de un pequeño hueco del fondo de la pared, aproximándose a lo que podía ser su comida y cena en todo el día. Los primeros, trataban de ahuyentar a los recién llegados, pero estos insistían en acceder a lo poco que quedaba en el Fumeiro. Unos perseguían a los otros, dejando de distinguir quienes eran los primeros ó los segundos, en el devenir de aquí para allá.

El hombre atento a la escena, perdido en quien era quien, no dejaba de seguirlos con la mirada, y pensando… se dijo: mañana traigo para aquí unos de los gatos, haber si muran (palabra en desuso, solo en lenguaje coloquial, Cazar) y dejan de dormitar en medio de la pajar. Mientras se incorporaba, camino de la salida recordó el refrán que decía su madre:
“EL RATO NEL FUMEIRO BIEN ESCUSA COMPAÑEIRO”
Y cerrando la puerta salió de la estancia, mientras sonreía para sus adentros.

Foto: J. Gafarot