El seranu

Cuento (cavilaciones de un sapo)

En una cadena de montañas, de agrestes y achatadas copas, una zona olvidada de la mayoría de pobladas urbes, residía una colonia de sapos, con sus dirigentes más ancianos, a los que los demás escuchaban. Entre estos había alguno, que tenía sus diferencias con los más longevos.

Residían, en un pequeño humedal arrimado al arroyo, en las estribaciones de la montaña, donde se unía a otro arroyo que venía de la pendiente opuesta, para en la explanada, juntar sus torrentes que darían comienzo al río, en donde abundaban, babosas y caracolas, renacuajos y un buen número de diversos tipos de insectos.

Cercano a el asentamiento de los batracios, en unas murias cubiertas de pequeña vegetación, pero cercana a la corriente, había otro hogar de una familia de ofidios de piel, marronácea, y escamosa. Que a pocos metros, sin mucho esfuerzo, no le faltaba alimento.

Ya en lo alto de la cima al amparo de unas filas de grandes peñascos, contemplando todo el del valle, unas familias de halcones y cernícalos, que planeaban cada día.

Al cobijo de unos robles huecos en su gordo tronco, que daba entrada al pequeño bosque, anidaban unas familias de mochuelos, lechuzas y chotacabras, que oteaban la noche.
Como en el asentamiento de sus vecinos, estaban completas sus necesidades diarias. Así cada uno trataba de vivir lo más posible sin dejarse alcanzar, pero entre todos mantenían el equilibrio.

Cercano a estos en mitad del valle, los ganados, daban buena cuenta de los pastos que crecían en las majadas, donde en estos tiempos pacían libres todo el año, solo en contadas ocasiones sus dueños los visitaban.

Tanto en lo más bajo como en alturas mayores, se asentaba explotaciones a cielo abierto, donde los pocos habitantes de la zona trabajaban, aportando un sustento a sus familias. Junto a estos trabajadores, llegan otros, que en ocasiones se desplazan al centro de trabajo casi un centenar de kilómetros, para con la misma idea, aportar lo mejor a la economía familiar.
Las necesidades energéticas que imperan en los hogares y las industrias en los últimos años, han hecho que las renovables sean la panacea, después de desaparecer las energías fósiles porque contaminan. Nada hay que hablar.

¡Si a eso, se añade, que el desembolso económico, que llegaría a las arcas a las pedanías es jugoso, la cosa es para pensar!.
Los que viven lejos, lo ven con temor, pues la vista del paisaje de sus infancias se topa, con molinos que no dejan de girar sus aspas al viento.
Los que pasan allí sus días, es un aliciente para seguir en el mundo rural, en el que cada vez, hay más necesidades, debido al ritmo de vida. Ante esa tesitura, es muy difícil ser justo.
Nunca ha habido, pros sin contras, en todas decisiones. El problema reside, cuando no se hacen las cosas para un bien general, un bien mayor, si no, cuando con estrechez de miras no se ve más allá, y no se buscan opciones, donde el impacto sea el menor.

Por eso el anciano batracio, salió de su escondrijo con la llegada de las sombras de una jornada de primavera, para pensar, observar llegar la noche, y de paso darse un aperitivo de limacos, que a esas horas, seguro que vagaban por la orilla del agua, en busca de hierbas tiernas para cenar, además de los ameruendanos, (fresas silvestres) que pendían de las plantas, dulces y diminutos.
Después de saborear la fruta, la babosa se dijo: ¡Una buena cena, alimento cercano, es buena la vida!.
Lo mismo el sapo, que acababa de engullir, una docena de caracoles, que raudos, salían a alimentarse. Y agradeció a la vida, la abundancia que tenía.
De entre las piedras, de deslizó silenciosa la culebra, que presa del hambre, merodeaba los rincones cercanos al riachuelo, con destreza y buen tiento, alcanzó al último de un grupo de sapos jóvenes, que excitados, por los días previos al calor veraniego, buscaban pareja. Igual que los anteriores, agradeció su buena suerte, y con calma, se dispuso a dar cuenta de la cena, que le serviría para una semana.
Ensimismada en el acto de saciar su estómago, no vio acercarse al mochuelo, que a estas alturas del año, tenía que llevar alimento, a su compañera, que seguía en el nido para dar calor a los huevos.

Algunos de los halcones, que vigilaban el valle, lo mismo varios cernícalos que cernía sus alas en busca de alguna presa, no se dieron cuenta, de las aspas que giraban con el viento, próximo ya el anochecer. Conocedores de su espacio en la montaña, no atinaron a ver la colocación de una gran fila de molinos, que un grupo de personas habían colocado. Desconocedores del peligro, una gran parte perecieron en él.. Ya no serían los vigilantes, que mantenían a raya, alguna especie, que proliferase más de la cuenta, y con ellas, los siguientes en el escalafón, hasta llegar de nuevo a ese hombre, que cuando no piensa, en su afán de alcanzar, tener y prosperar, todo lo arrasa.

El longevo batracio, no dejaba de de sumergirse en sus cavilaciones. Un día, a la sombra de una retama negra,(escobas) rodeado de lectucas serrioladas (cerrajas) y rumex patientia (carpazas), además de pamplinas y ceridueñas se dijo:
Los humanos no nos tienen en consideración, a pesar de que somos como sus hermanos pequeños. Ellos orgullosos, creyéndose superiores, los amos de este planeta, por donde van todo lo aniquilan (lo mismo que el caballo de Atila).
Y digo yo, volvió a elevar la voz el sapo:
¡Si en vez de estropear la vista del paisaje, dejando a muchas aves, mutiladas o muertas, se propone una zona protegida, como Paraíso Natural con zonas controladas, de plantas y animales, espacios de explotaciones pizarreras, con trabajo para los humanos, zonas de alimento a los ganados, manteniendo el patrimonio de los que nos precedieron recibido!.¿Que pasaría?
El sapo dejó la propuesta al viento… , preso en un descuido, de las garras de un joven halcón.