El seranu

Memorias de África de un cabreirés

Y me subí en aquel avión rumbo a lo desconocido, rumbo a un país que a pesar de haber sido colonia española se me ofrecía extraño y lleno de contrastes. Y entonces desde el respeto y la humildad me acordé de otros tantos cabreireses que habían ido saliendo de sus pueblos hacia América primero, hacia Europa después y hacia otras tantas ciudades de España a lo largo de la historia, de nuestra historia. Esa historia de emigrantes que parece repetirse una y otra vez y que ha ido conformando a la comarca de la Cabrera en un paisaje de pueblos despoblados, muchos de ellos vacíos ya que solo rezuman nostalgia y otros que van agonizando poco a poco y que reviven cuando muchos regresan para poder respirarlos.

Me imaginaba aquellos barcos y aquellos trenes repletos de gente, de nuestra gente que dejaban todo atrás y lo sustituían por un horizonte lejano y una vuelta siempre deseada. Es bien cierto que todo ha cambiado mucho incluidas las condiciones de la emigración. Ahora sustituimos aquellos viajes interminables por unas horas de avión, aquellas cartas que parecían no llegar nunca por mensajes instantáneos, aquellos telegramas y escasas llamadas telefónicas por una comunicación más fluida y aquellas pesadas maletas por otras con ruedas y nuestro inseparable portátil. Pero siempre con esa sinsabor que uno siente al despegarse de la familia y de las raíces.

Y entonces llegué a África, aterricé en una pequeña isla rodeada por el océano Atlántico y coronada por el pico de Santa Isabel, nombre con el cual los españoles bautizaron al volcán que domina la isla y que duerme en un silencio contenido. Me encontré poco a poco con sus gentes de piel oscura, con su cultura, una cultura combinada entre la autóctona y la heredada de los españoles que dejaron aquí su legado en la época colonial, con una lengua castellana mezclada con sus lenguas nativas como el fang y el bubi y con una mezcla de religiones que hacían de esta isla un lugar variopinto y pintoresco.

Y descubro con el tiempo y a pesar de las desigualdades y de las grandes diferencias existentes que hay cosas en común que me recuerdan mucho a la vida en Cabrera de aquellos tiempos duros, pasados y lejanos. Familias numerosas como las nuestras, niños, muchos niños, felices con nada, que dan vida a estas calles de tierra y barro similares a aquellos caleyos de nuestros pueblos, coche de línea abarrotados de gente, domingos de misa y muda obligatoria y escuelas llenas.

Me cruzo con sus mujeres y sus tocados imposibles que cubren sus cabezas como lo hacía la pañoleta de antaño mientras acarrean agua de las fuentes como tantas veces los hacían aquellos cántaros en sus idas y venidas. Aquellas vacadas aquí son cebues y la pizarra de nuestros tejados ahora son un mar de uralitas superpuestas. Nuestras modistas de entonces salen aquí a las calles con sus máquinas de coser para confeccionar a medida verdaderas obras de arte con sus telas multicolores y ellas, sobre todo las mujeres cargan a sus espaldas grandes cestas similares a nuestras antiguas maniegas de brimas, para la recolección en los campos.

Las abacerías como aquí las llaman llenan las calles en donde puedes comprar de todo, se parecen aquellas cantinas o aquellas furgonetas que iban por los pueblos ofreciendo de todo a los vecinos. A veces y a pesar de que una tímida modernidad parece querer instalarse, tengo la sensación de haber vuelto a retroceder en el tiempo. He cambiado a su vez los valles llenos de castaños por laderas plagadas de palmeras y de ceibas gigantes, símbolo nacional de identidad de este pequeño país.

Los largos y fríos inviernos por un verano ininterrumpido y la fauna de nuestros montes por un sin fin de animales exóticos y autóctonos. Todo es diferente y todo es similar… unos siguen saliendo y otros regresan, unos se aferran, otros se quedan y otros en cambio se van… y siempre esa historia que tanto nos ha marcado se va repitiendo… esa historia de emigrantes que nos persigue y que parece no tener fin.

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