El seranu

La profesora

Era su segundo año, después de aprobar las oposiciones, y la destinaron a una olvidada zona. Cuando llegó sus ilusiones se derrumbaron, acostumbrada a ser una señorita de provincia, ahora como propietaria de una plaza en un rincón alejado de la mano de dios, la dejó totalmente desmoralizada.

Tenía, que compartir una pequeña vivienda, con otra profesora que ejercía sus labores, en una aldea más alejada todavía.
Las vivienda no era lo que esperaba, pues aunque era mejor que la mayoría, no reunía las condiciones, a las que ella estaba acostumbrada.

Carecía de calefacción. El baño, se componía un simple lavabo, y un orificio en el piso de la casa, que hacía las veces de escusado, un palanganero, con su palangana, y un jarrón con agua. Con un grifo de agua en la cocina, por el que solo salía agua fría, diremos mejor, que congelada, cuando no quedaba inutilizado si la temperatura descendía. Para ese problema se almacenaba agua en cubos.
La cocina para guisar constaba de tres fuegos encima de una meseta, de gas butano, y para calentarse una estufa de leña, que cuando soplaba el aire, volvía en humo hacía dentro y allí el aire era asiduo, un día si y otro también.

Para hacer la compra, había un pequeño local que hacía de taberna y tienda. Una vez a la semana iba el panadero que recorría una treintena de kilómetros para abastecerlos. Y un vendedor ambulante, con verduras y frutas frescas, además de carne, y pescado, que a su vez era el dueño de la taberna y propietario del taxi de la zona.
Marina, nada más entrar en su habitación se echó a llorar, allí a casi mil metros de altitud, hasta las ideas se congelaban. La habitación contaba, con un armario de dos puertas, una mesita y una mesa camilla con un brasero, que Marina no sabía utilizar. Una cama bastante grande con unas cuantas mantas y cobertores, que para girarse había que levantar, pues casi aplastaban. Con una ventana, donde se veía el valle , que bajaba de las oscuras colinas, y un arroyo cantarín que irrumpía el silencio del poblado.

Ella, una señorita, acostumbrada a otra vida más fácil, aquello le pareció el infierno.
Los vecinos del pueblo, padres de los niños, le llevaban la leña, para el gasto de la estufa, pero encenderla corría de su cuenta, pues la compañera se iba antes a otro pueblo en lo más alejado del valle, a seis kilómetros, por un camino embarrizado donde a veces era difícil llegar.
Ésta compañera le enseñó a encender la estufa y a mantener la casita más caldeada. Algo que a Marina le costó mucho. Si le encendía bien, pronto se le apagaba, porque no se acordaba de añadirle unos buenos troncos para que se mantuviese, por el contrario había días que por alguna razón no tiraba y todo se le llenaba de humo. Más de una vez llegó al colegio, con los ojos llorosos de tanto humo, y oliendo a chorizo colgado. En esos días se desesperaba y solo deseaba regresar a su casa, algo que le venía lejano.
En la escuela, tenía una treintena de niños de todas las edades, que pese a ser la mayoría pacíficos, había unos pocos que lo revolucionaban todo.

Los primeros meses fueron terribles, solo pensaba en la Navidad, para alejarse de aquel lugar, aunque fuese unas semanas.
Llegaron las vacaciones de Navidad como esperaba, y aunque no estaba práctica en todo ya llevaba mejor la situación. Pero aún así cuando vio alejarse las cumbres oscuras, se sintió mejor. Ahora trataría de volver a su vida y pasarlo bien, sin pensar en su escuela, eso lo haría más adelante.
Marina, disfrutó de las fiestas con su familia, sin acordarse para nada, de aquel lugar recóndito, donde tanto había pasado. Ya quedaban pocos días para regresar y aunque creyó que no sería capaz de volver, estaba más tranquila de lo que esperaba.
De vuelta a la normalidad todo seguía lo mismo, quizás un poco mejor en sus aprendizajes, y más relajada con los chicos. Bien es verdad, que con tanto niño, no tenía tiempo ni de pensar en si misma.

Pasaba el tiempo y la primavera estaba avanzando, ya la temperatura era más cálida y los días más largos y soleados, cuando Marina, se dio cuenta, que aquel lugar alejado, visto con una mirada de aceptación era precioso, los bosques se llenaban de hojas y flores dándole una belleza y tranquilidad que nunca había visto.
La gente, a pesar de sus faenas, eran personas sencillas y buenas de corazón generoso, pues todos, la agasajaban con sus donativos, leña, productos de matanza, legumbres, patatas, verduras y lo que poseían.
Cada día, un familiar de cada niño, iba a encender la estufa de leña a la escuela, y cuando en los hornos de pan se desalojaban las brasas candentes de leña de roble y carrascas, para cocer las hogazas, se dejaba “el borrallo” para los nativos de la zona, amontonado, y era llevado para calentar estancias en los hogares, también la escuela y la casita de los maestros. Cuando Marina y su compañera, veían llegar aquel brasero , lo colocaban en sus alcobas debajo de la mesa camilla y aquello, era uno de los mejores regalos.
Nunca nadie, en su ciudad , se había molestado por ella, no siendo su familia, y allí todos compartían con ellas lo que poseían. Eso se dijo; no lo hacía cualquiera.

Los niños, se esforzaban por aprender, pues con las clases y la ayuda que prestaban a su familia, le quedaba poco tiempo, para estudiar, y menos para jugar. Ellos sin embargo, trataban de sacar tiempo, para todo, y alguna vez, en esas tardes de primavera, cuando el calor entraba por la ventana de la escuela, algunos se amodorraban, y la clase parecía tranquilizarse de tanta actividad.
Como todo en la vida, hasta lo malo, alguna vez se acaba, cuando llegó el final del curso, Marina, se encontraba acostumbrada y feliz en la población. Sabía que tenía unos años más la zona, y ahora que se veía adaptada a la situación, cuando llegase el comienzo del nuevo curso, volvería de nuevo, y ésta vez se prometió disfrutar del precioso valle, y de sus habitantes. De lugares y rincones, tanto con nieve, como ahora con días cálidos y soleados. Se prometió a si misma, que disfrutaría de lo que llegase, preocupándose por lo importante cuando viniese y aceptando lo que la vida le trajese, además de valorar a esas personas, que en un ambiente rural, saben adaptarse a las situaciones que la vida les trae.