La procesión de la Santa Compaña
En los ratos de serano, filandón, filadeiro, o fiadeiro, según de los pueblos que hablemos. Solía contarse cuentos, anécdotas y más que menos algún chisme. A los niños, solía atemorizársele, con los cuentos de lobos, sacauntos o incluso de la Santa Compaña. Ésta última hacía que al anochecer, los chiquillos, no les agradase, salir a los recados que los mayores ordenaba, y cuando tenían que hacerlo, observaban todo a su alrededor, sobresaltándose con el más mínimo ruido escuchado.
El alumbrado en las calles era inexistente, acompañados con un pequeño farol, y los más aventajados con una linterna había que ingeniárselas para superar el temor y cumplir el recado. Tan solo en el hogar, alumbraba una bombilla que solía ser muy tenue, hasta que los hogares vecinos, no fuesen apagado sus luces, para que la que permaneciese encendida, recuperase en segundos una claridad y un brillo inusitado. Para pasar la noche, era un poco más llevadero, pues debido a la cantidad de hermanos, se compartían habitaciones y el miedo era, como compartido. Además debido al trabajo diario, en una edad temprana, nada más meterse en la cama, se quedaban enseguida dormidos, sin tiempo pasa pensar en los temores. De vez en cuando alguna noche les asaltaba alguna pesadilla, que les mantenía en vela rememorando los sucesos acaecidos, y el temor generaba hasta escalofríos.
Solían contar, que no se debía uno, acercar a gente desconocida, sobre todo a personas bien vestidas, con un toque de elegancia, que la gente sencilla no poseía. Siendo un niño, te llevaban sin ser visto, para luego, matarte y sacarte el “unto”. De ahí la palabra sacauntos. Es sabido que los infantes, tienen la curiosidad y la confianza que de mayores se suele perder, por eso recalcaban bien en lo de aproximarse a los desconocidos, pero como buen chiquillo pocos eran los que escuchaban.
Con la Santa Compaña, ya eran palabras mayores, pues a la muerte y sobre todo a lo desconocido, la mayoría teme. Contaban que las almas de los fallecidos que tienen cuentas que pagar, vagan en procesión por los lugares que frecuentaban, encontrándose en ocasiones, con personas que viven, originando, temores inusitados. En una ocasión cuando las labores del campo eran exhaustas, había que de noche, regar prados y algunos huertos, adelantando tiempo al día siguiente, y a la vez para que estuviese más tiempo el agua en el prado, facilitando la abundancia de pastos y hierba. En una ocasión de esas, un hombre que estaba con los riegos nocturnos, oyó una voz de mujer que no dejaba de decir: (Perdón, por lo que fice, por aiquí, lo puxe). El que estaba regando, atemorizado, le pareció reconocer la voz que se lamentaba, y acertó a decir, “si lo ficiste mal, a ver feitolo bien”. Contaban que el labriego nada más terminar de decir la frase, sin saber de donde venían, recibía bofetadas, en ambos lados de la cara hasta que llegó a las inmediaciones de su casa. Aterrorizado se metió en la cama donde nunca más se levantó.
En otra ocasión, un hombre que venía de acarrear vino de noche, con sus dos mulos se encontró con la procesión de las ánimas. Las bestias se le espantaron corriendo éstas sin control, rompiendo los pellejos de vino. El hombre deseaba tranquilizar a las caballerías, intentaba avanzar hacía los animales, pero una fuerza invisible se lo impedía, quería gritar pero de su garganta no salió ningún sonido. De su lado izquierdo apareció una figura, con unos ropajes como los de un monje, que sin dejarse ver, le comunicó que era su padrino, instándole, a no volver nunca por allí a esas horas, pues después de las doce de la noche, viajaban por allí en procesión y si le encontraban otra vez, no viviría para contarlo. Las almas de la procesión al intuir personas vivas comentaban: Aquí huele carne humana.
El espíritu del padrino les replicaba;, pasad, pasad, que aquí no hay nada.
Por eso, se quedó el último de la procesión, para advertir a su ahijado de que después de ésta, no tenía más oportunidades, que no se aventurase a andar por allí a deshoras, nunca más. El ahijado con lo que pudo recuperar de animales y vino, jamás regresó por aquellos lugares.
Otra vez contaban que una señora había fallecido, dejando a unos cuantos hijos huérfanos,el más pequeño con tan solo unos meses. El padre y los mayores trabajaban en lo que podían para salir adelante, mientras la hermana mayor, lavaba, cuidaba de la casa y de los más pequeños. Cuando dejaba al pequeño durmiendo y se ausentaba del hogar, al regreso, encontraba al bebe aseado y peinado, por lo que un día decidió salir, y sin más volver a entrar y esconderse. Al poco vio una figura como la de su madre que limpiaba y aseaba al pequeñito. En cuanto notó la presencia de su hija, se volvió, y con una voz muy ronca y profunda le decía:
Por venir a observarme, ya no puedo volver nunca más a mirar por el niño. La muchacha lloraba sabiéndose culpable de la marcha de su madre. El pequeño enfermó, y en las fechas siguientes falleció.
Con todas esas historias, los más chicos de la casa hasta bien entrados en años solían ser temerosos a la oscuridad y a sitios cercanos a cementerios.