El nuestro «Halloween»
Año tras año asistimos a una aculturación que está cambiando sustancialmente la forma en la que recordamos a nuestros difuntos pero, ¿seremos capaces de aceptar este cambio sin renunciar a la esencia de nuestras tradiciones?
Los tiempos cambian y con ellos nuestras costumbres. Las modas y la globalización son capaces de absorber en unas pocas décadas costumbres que se han mantenido intactas durante siglos.
Si hasta hace bien poco nuestra forma más común de recordar a familiares o amigos fallecidos, consistía en honrarles con gestos tan sencillos y naturales como llevarles un ramo de flores al cementerio, guardando unos minutos de silencio en su recuerdo, ahora asistimos a un verdadero fenómeno de asimilación cultural que llega desde Estados Unidos, en el que la festividad del recuerdo de nuestros muertos torna a otro matiz más festivo y consumista. Esto no significa que sea peor, pero sí diferente. Por lo menos a primera vista.
En este sentido podríamos decir que nuestra cultura es milenaria, mientras que la historia de este país americano es bien reciente, apenas llega a los dos siglos de andadura. Por lo tanto se encuentran en un periodo cultural adolescente, heredero en gran medida de la inmigración europea que colonizó estas tierras y residualmente por el escaso sustrato dejado por los nativos americanos.
El origen del Halloween yanqui hay que buscarlo en los inmigrantes irlandeses que llegaron a América a mediados del siglo XIX escapando de la gran hambruna que asoló Irlanda entre los años 1845 y 1849. Sin embargo no es hasta las primeras décadas del siglo XX que esta festividad de origen celta comienza a arraigarse en Estados Unidos, adquiriendo el carácter que hoy la ha hecho tan popular también en España gracias a la publicidad y el cine de Hollywood.
Pero ¿y si resulta que toda esta moda de calabazas de Halloween, trucos y tratos e historias de miedo que nos llegan desde Estados Unidos no nos son realmente tan ajenas como pensamos? ¿y si resulta que lo que nos viene de EEUU es el retorno adulterado de un elemento cultural que durante siglos fue nuestro?
El magosto
En todo el conjunto del noroeste de la península ibérica el culto a los difuntos tiene una de sus máximas expresiones en la vieja tradición del magosto, tanto como en la celebración del día de los Santos y el día de Difuntos.
Es Cabrera una comarca donde el ritual del magosto aún perdura con mucha fuerza, celebrándose generalmente entre el equinoccio de otoño y el solsticio de invierno, en la época en la que el fruto de los castaños se encuentra en su mayor esplendor para ser consumido.
Teniendo a la castaña y a la lumbre como principales elementos, la tradición manda que familiares y amigos se reunan frente a una hoguera, y sobre sus brasas asen las castañas, acompañadas por tragos de vino nuevo. Antiguamente esta celebración era una forma con la que mantener el nexo con los antepasados y no dejar en el olvido a los familiares fallecidos. Manteniendo así vivo su recuerdo. Bajo este contexto íntimo, se creaba una atmósfera en la que se tenía la creencia de que los espíritus de los difuntos acompañaban a los vivos en ese yantar protagonizado por las castañas asadas.
Es llamativo ver cómo en algunos lugares, práctica bien generalizada en todo el noroeste peninsular, era común dejar la puerta de la casa abierta en la noche de la víspera de los Santos para que las ánimas de los difuntos pudieran entrar al calor del lar y así comer las castañas del magosto que sobre la mesa les habían dejado como ofrenda.
All Hallows’ Evening
En Cabrera, por tanto, existe un acervo cultural fuertemente ligado a los ritos funerarios y al culto de las ánimas. No ha existido una sola noche de reunión y serano en la que se haya dejado de hablar de las ánimas, sus procesiones en pena o de contar historias de muertos que dejaban la piel erizada.
También la forma de velar y recordar a los fallecidos, cobra aquí un carácter especial que se hunde en el confín de los tiempos, compartiendo culturalmente la misma forma de pensar y actuar con gallegos y asturianos, así como con nuestros vecinos del norte de Portugal.
En este sentido, la celebración de la noche de ánimas junto con las festividades de los Santos y el día de Difuntos, pueden considerarse como el resultado de la cristianización de lo que en la época antigua pudo ser el «año nuevo» celta, más conocido como Samhain, una aculturización que se extendió a lo largo del Arco Atlántico a través de los pueblos de origen o influencia céltica.
El Samhain, era para estos pueblos la fiesta en la que vivos y muertos podían convivir juntos: era el rito de culto a los muertos y a sus espíritus o ánimas. Este ritual simbolizaba para los antiguos el final de las cosechas y del verano, y la entrada del invierno, que suponía la muerte de la luz y el comienzo del periodo oscuro, momento que algunos antropólogos interpretan como el comienzo del año para los celtas. De este mismo modo, los períodos oscuros y faltos de luz solar, eran usados por los celtas para contabilizar el cambio de jornada, que comenzaba por la tarde con la llegada de la noche y no con el amanecer.
En Cabrera, en la época en la que tradicionalmente se realizan los magostos —coincidiendo en gran medida con el arcaico Samhain y la noche de difuntos—, tal y como ocurre en otros lugares con poso celta —como sucede con Irlanda y su primigenio Halloween, contracción de «All Hallows’ Evening» ‘víspera de todos los Santos’—, los rapaces vaciaban calabazas en las que se tallaban unos ojos y una boca de aspecto humano, y en su interior colocaban una candela prendida que alumbraba este fruto otoñal al estilo de un farol o candil de aceite. Las calabazas iluminadas se dejaban estratégicamente en lugares oscuros como cruces de caminos, callejones o en las cercanías de los campos santos, con la única intención de asustar y meter el miedo en el cuerpo a quien por allí pasara.
Es evidente que el uso de la calabaza como elemento principal de esta tradición pagana, transformada posteriormente en juego infantil o de chanza, no pudo ser viable antes del descubrimiento de América, ya que este cucurbitáceo no fue introducido en Europa hasta el siglo XVI. En consecuencia, es lógico pensar que el rito tuvo que realizarse en un principio bien con melones introducidos en la península a raíz del proceso de romanización, o bien con remolachas, nabos u otro tipo de tubérculos locales.
Otra de las hipótesis que se manejan es que, en tiempos más primitivos, el rito primigenio se realizara con cráneos humanos pasando posteriormente a utilizarse los tubérculos. Según relatan las fuentes antiguas, los celtas eran un pueblo belicoso que cuando ganaban al enemigo en batalla les cortaban la cabeza a modo de trofeo. El cráneo lo incrustaban en pequeñas oquedades que realizaban en los muros defensivos de sus poblados, así como en las fachadas de las entradas de sus viviendas o lugares de culto religioso.
Estas calaveras servían como elemento disuasorio para ahuyentar a los enemigos, así como para hacer gala de la victoria acontecida en la lucha entre clanes. Sin embargo, también podría tratarse de calaveras de sus allegados, que mantenían como reliquias de los antepasados y la familia, ya que se cree que para los pueblos celtas la cabeza representaba el centro del espíritu de la persona. De este modo, en este último caso tendrían un carácter religioso frente al estrictamente bélico.
Por toda Europa se repiten este tipo de patrones, siendo más abundantes los ejemplos encontrados en yacimientos arqueológicos del sur de Francia, Alemania o Inglaterra, pero también en la península ibérica. Como el cráneo encontrado en el castro ástur de Chao Samartin, que situado dentro de una pequeña urna de piedra, frente a la puerta de entrada y a nivel de la calzada, cumplía con las mismas funciones antes descritas.
Señales de lo que podría ser un sincretismo o asimilación de esta arcaica liturgia por parte del cristianismo, las encontramos en el caso de la iglesia vieja de Forna, donde tras retirar una capa de cal de la pared del pórtico, apareció una cruz de madera encajada en la piedra en cuyos extremos había varias calaveras humanas incrustadas. Misma pauta o modelo nos encontramos en otras tantas iglesias salpicadas a lo largo del oeste de la provincia de Lugo. Práctica que no se repite en el resto de Galicia pero que sí coincide con el caso cabreirés. Se da la circunstancia que tanto los vestigios lucenses como los hallados en Forna, eran totalmente desconocidos para sus vecinos hasta acometer las obras de rehabilitación de los respectivos templos.
Defender nuestras raíces
Es inevitable el no poder parar la marea que el Halloween con sello yanqui nos está dejando. En estos momentos querer evitar estar inmerso en la nueva cultura de la globalización, sea capitalista o no, es como querer quitarle un caramelo a un niño.
Por fortuna, todavía está en nuestras manos el poder darle un giro a la situación y evitar que nuestra forma de vivir la vida, y también la muerte, se diluyan en otras formas foráneas.
Celebremos magostos, contemos historias de miedo y de procesiones de ánimas, pongamos calabazas iluminadas en nuestras casas, pero como reza el eslogan de una conocida marca gallega: «aquí, nin truco nin trato: aquí Samaín».