El seranu

La leona

En los primeros compases de Noviembre, con los picos de las montañas cubiertas de una fina capa nevada, una habitante de las más longevas de la aldea, entrega su alma al Altísimo, mientras sus escasos habitantes velan el cadáver hasta recibir sepultura. Ya ha pasado de media noche, cuando un aullido ronco y desesperado sobresalta al puñado escaso de vecinos que velan al muerto. ¿Habéis oído? comenta uno; a lo que todos asienten moviendo la cabeza, sigue el primero hablando, ¿Tal vez sea esa leona que se ha escapado de ese circo, que dijo la tele?. Sí, comenta otro, porque un lobo o una loba no aulla de esa manera.

Siguen todos junto al cadáver, sin atreverse a regresa a sus hogares, por si se toparan con el animal. Los aullidos cada vez son más cercanos y aunque en compañía.., no deja de erizársele el bello. Entre unos pocos deciden sacar del establo una pequeña cabrita, y retorcerle un poco la oreja, para que el animal empiece a quejarse, y así ver la respuesta del que aulla.

A los pocos minutos de balar la cabra, se escuchan más cercano el aullido, así que los tres más ágiles del grupo y expertos en tiro, acuerdan en ir en busca del lobo-leona, envalentonados con la escopeta cargada colgada en su hombro. La noche es oscura como las fauces del cánido, que cada vez más cerca se oye. Caminan los tres decididos y sigilosos, aguzando los sentidos al menor ruido, mientras en las afueras del velatorio la cabrita sigue balando, obligada por el dolor causado en su oreja. Ha bajado la intensidad del quejido, pero el aullido sigue aproximándose cada vez más al pequeño pueblo.

Se acercan al otero, en el que sospechan está el animal. Suben agazapados para que el viento, no lleve el olor. Escopeta en mano con el dedo en el gatillo, preparados para lo que vaya a suceder. En los últimos metros de la subida oyen el aullido desgarrador de la bestia, y tentados están de abandonar, pero sacando pecho y envalentonándose alcanzan la cima para encontrarse con un par de ojos que brillan en la oscuridad. Aprietan el gatillo casi al unísono, mientras el animal se precipita por entre dos rocas, para desaparecer de la vista de los que le asedian.

Regresan cansados por el miedo y la tensión contenida, para dejar a la cabritilla de nuevo en su establo. Se introducen junto a los que le aguardan en la vigilia de la difunta. Sus caras los dicen todo, a pasar de no pronunciar palabra. Aguardan a que otros vecinos, ya próxima la madrugada vengan a acompañar a la finada, para los primeros descansar unas horas y poder llevar mejor la jornada venidera.

Después de dar sepultura a la muerta, un grupo de personas acuerdan, que en los siguientes días hay que estar preparados por si regresa el lobo. Se oyen aullidos lejanos, pero nada que ver con el de esa noche. Pasan las semanas y no se ha vuelto a saber nada de la posible leona.

Por eso Zacarías y su hijo Adolfo deciden ir a cortar un carro de leña, más tranquilos, ya que ambos son personas bastante temerosas. Caminan durante unos tres kilómetros, haciendo algún descanso ya que Zacarías está cojo de una pierna y de vez en cuando necesita parar, mientras el joven aguarda un trecho más adelantado.

En unas buenas matas de roble dan comienzo a su tarea. Mientras el padre corta, el hijo va limpiando las ramas más delgadas, amontonándolas hacia un lado, los troncos más gordos los apila en otro. Llevan un rato con la faena, y deciden tomar un pequeño descanso, para quitar parte de la ropa de abrigo y quedar en mangas de camisa, pues debido al esfuerzo las gotas de sudor perlan sus rostros. Aún no asientan sus posaderas en unas rocas que sobresalen de entre la vegetación, para secar sus caras, y saciar la sed con un trago de la bota. Cuando de repente creen percibir un lejano aullido, y aguzando el oído apenas se atreven a respirar, para estar atentos por si ha sido una falsa alarma. Pasan los minutos sin sonidos alguno, ya comienzan a relajarse y de nuevo un lamento profundo se oye con nitidez, y esta vez, acercándose. Ambos se observan, no reparan en sus pertenencias, poco a poco caminan vacilantes, temerosos, se alejan, y en cada paso agilizan más el siguiente, sin pararse siquiera a mirar. El aullido se acerca, y ahora ya van a la carrera, el joven veloz, toma el camino entre los frondosos robles, sin reparar en su padre de más edad y cojo, que sin resuello le sigue, parándose a tomar aliento de vez en cuando, llamando a su hijo que le esperase. Gritaba: “ FIYO AGUARDA POR TOU PADRE QUE NON PUEI NI ANDAR”. Adolfo, no escucha ni vuelve la vista, corre raudo, y cuando de nuevo el aullido vuelve a escucharse, se lanza de nuevo a la carrera, tan solo se detiene cuando se siente seguro y ya divisa los tejados de las primeras casas, para darse cuenta que no hay rastros del padre. Tentado esta de volver, pero cansado y tembloroso, decide esperar. Al cabo de un rato divisa a lo lejos, al hombre asomar por entre los árboles. Con la boina en la mano, que de vez en cuando agita ante el rostro, para darse una bocanada de aire fresco debido al esfuerzo.

El joven, se da cuenta que sus enseres han quedado allí, olvidados, en su intento por huir no repararon en ello. Ahora sintiéndose seguro, se dijo: ¡Que poco valientes somos! entre los dos y las herramientas le habrían hecho frente a la bestia.

En lo que tampoco pensaron fue que su vecino Juan, había llevado sus vacas a pacer muy cerca donde ellos estaban. Juan, a sabiendas de lo asustadizos que eran, había imitado el aullido del lobo- leona debido a los rumores que circulaban por el pueblo, para gastarles una broma y reírse un rato, aunque nunca creyó que huyeran de ese modo. Fue siguiéndoles, un trecho del camino, aullando a pequeños intervalos, pero al ver que seguían sin pararse a nada, desanduvo sus pasos evocando el suceso, mientras no podía contener la risa.

Al caer la tarde y de vuelta con los animales hacía pueblo, Juan traía consigo las pertenencias de Zacarías y Adolfo. Mientras se las entregaba no dejaba de escapársele la risa. Aún así ellos con el susto en el cuerpo, no se daban cuenta de lo sucedido hasta que éste, comenzó a tomarles el pelo. Pero, miedosos como eran, seguían en su trece, creyendo que gracias a escapar no habían caído en las fauces del animal.

Por un tiempo fue la comidilla del pueblo, y no había conversación en la que no saliese el tema y todos menos ellos se mondaban de risa.

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