El seranu

En el otoño

Otoño, es pausada de soledad, melancolía y una hoja arrancada por el viento, llora su dorada alegría, como bien dijo el poeta.
En esta estación otoñal, la naturaleza paisajística, adquiere un sinfín de tonalidades, yendo del verde autóctono de los diversos árboles y plantas, hasta montones de matices de casi todos los colores. Quizás sea la época del año, que más inspira a los amantes de la pintura, porqué cualquier rincón, tiene su encanto especial, difuminando luz y color.
Momentos de lo que más se disfruta, recoger lo que previamente se sembró, aunque no todas las veces se recoja lo sembrado.

En unos de esos días propios de la estación, tristes y lánguidos, acrecentando más esa tristeza si cabe, al saber del adiós de uno de los habitantes del pueblo.
Fermín no había nacido en la villorrio, pero la gran parte de su vida, había residido allí. Desde jovencito, y después de la perdida de su madre, su padre se vio en la tesitura, de tener que separarse de su hijo, para intentar salir adelante y sobrevivir.
Desde que abandonara el cobijo de su padre, se puso al servicio de una casa de abolengo, en una comarca próxima a la suya, donde las comunicaciones, no eran buenas, y el transporte le iba a la zaga.

Los primeros años en su trabajo, visitó su aldea, una o dos veces al año, después lo fue espaciando. Desde el fallecimiento del padre, casi nunca lo hacía. Así se fue pasando los días y los años, donde Fermín era un trabajador fijo de la casona.
Allí hizo todo tipo de tareas, pero su fuerte era cuidar los animales y llevarlos a pacer, a las diversas praderas, que la familia poseía.
Fermín, a pesar de ya ser un hombre adulto, no se le conocía, ni tan siquiera una media novia, que se hubiese interesado por él. Éste, no era una persona agraciada físicamente. Era más bien rechoncho, muy bajito, sin llegar al enanismo, pero si, una persona diferente, su voz era de pito, que mientras no se acostumbra a oír, suena a gracia.
No tenía familiares cercanos, ni posesiones que lo avalasen, así que fue siempre el pastor de la hacienda. Su baja estatura, no concordaba, con su mente ágil e inteligente, con una sonrisa amplia que iluminaba toda tristeza, una mirada limpia y llena de ternura, y unas manos muy pequeñas, capaces de esculpir en piedra y madera, diversos utensilios, con una acabada perfección. A casi todos sus conocidos, había regalado algún objeto, hecho con sus manos.
En las pocas veces que decaía, pensaba,.. ¡No tengo valía, nadie se interesa por mí, solo soy un simples pastor, y a nadie le importo!. En el exterior, nada era digno de destacar. No siendo esos pocos momentos de bajón, el era una persona, positiva y risueña, donde la tristeza no tenía cabida.

De tanto frecuentar los lugares de pastoreo, conocía al dedillo, todos los pormenores de los animales, de los mejores y peores lugares de la montaña, el tipo de plantas, árboles y rocas características de cada zona. Capaz de observar la más mínima variación en las cosas, una memoria fotográfica que nada se le escapaba.
Junto a Fermín, siempre esta su fiel perro Zagal, que seguía todos sus pasos. A falta de otros compañeros de profesión, el animal era su mejor amigo y compañero. A pesar de descender por la pendiente del final de la vida, no dejaba de cuidar sus animales, y aunque no estaba en condiciones de preocuparse del ganado, no se quejaba y seguía con la sempiterna compañía del animal.
Ese día lluvioso de otoño, salió con los animales, a la zona destinada. Su persona no se encontraba en la forma más idónea para seguir al ganado, pero como todos estaban acostumbrados a su eficacia, nadie se fijó en Fermín. Al poco de salir de las últimas casas del pueblo, comenzó a sentirse mal, pero fiel y responsable como era, trató de seguir, pensado que se pasaría. Al llegar al lugar destinado a los animales, se sentó y se sentía fatigado y sin fuerza. El animal, se movía nervioso a su lado, sin dejar de acercarse a él. Intentó acarrear unos palos de leña, para hacer un pequeño fuego, mientras abrochaba el gabán, para no castañear tanto los dientes. Medio arrastras, consiguió encender una fogata, pero seguía sin entrar en calor. A la hora de la comida, no probó bocado, tumbándose al lado de la lumbre, donde no dejaba de tiritar. El día tampoco acompañaba y a media mañana, bajó bastante la temperatura comenzando a caer agua nieve. Se sentía desfallecer y un frío gélido le entumecía el cuerpo. Tomó la decisión de marcharse antes para casa y con la ayuda del perro reunió los animales, para volver de regreso.
Le costó incorporarse, se tambaleaba para todos lados como una hoja. No dejaba de tiritar aunque la frente le ardía.
Al poco de comenzar el camino de regreso, se desvaneció cayendo en el suelo. Como no se incorporaba, Zagal no dejaba de ladrar y de tirar por la manga del gabán.
Ya oscurecía y aunque el ganado había llegado a casa, de Fermín ni del perro ni rastro. Próximo a la hora de la cena llegó el perro, triste y nervioso, ladrando y volviendo sobre sus pasos, para avisar que le siguiesen. Del hombre ni rastro, y eso era muy extraño. Zagal no dejaba de repetir la misma escena, ladrar en la puerta de la casa y salir unos metros corriendo, para ver si lo seguían. Después de un rato alguien de la casona salió tras él, mientras los vecinos del pueblo se unieron para buscar a Fermín. Pasaba ya de media noche cuando le encontraron en la orilla de camino, moribundo, lleno de golpes y arañazos, en el intento de incorporarse y volver a caer.

Detrás de los que salieron en primer lugar en su busca, salió el capataz de la casona, con el caballo, y el carro para transportar al pastor por si fuese necesario. Cuando comenzó la subida del río, ya venían unos muchachos en su busca para que llevase la montura.
Al llegar junto a Fermín supo que éste no se recuperaría, ya que ardía de la calentura que tenía, y la respiración era dificultosa con estertor al final, que no pronosticaba nada bueno, la dificultad para hablar, y casi todas incoherentes.
Le colocaron en el carro tapándole con una manta, pero la respiración se agudizaba por momentos. Ya cerca de la entrada del pueblo, su respiración se tranquilizó para acallarse por completo. Zagal iba a su lado y al percibir la ausencia de aliento, comenzó a aullar. Al entrar en las puertas de la casona, bajaron el cuerpo inerte de Fermín, mientras el perro trataba de seguirle a toda costa. Cuando todo estuvo dispuesto, velaron el cuerpo del pastor, con la compañía de Zagal, que tumbado descansaba a los pies de su amigo, desechando la comida. En el entierro de Fermín, el animal, triste no dejaba de ladrar y aullar a ratos.

Desde es día, rondaba siempre el cementerio, acostado al lado de la tumba de su querido amo, negándose a comer, ni a regresar a casa, por más que lo llevaron, en cualquier descuido se escapaba, para acostarse de nuevo al lado de la persona que tanto amaba. Una temporada después, Zagal apareció muerto, junto a la tumba, al lado de la persona de la que nunca se había separado.

Foto: elrincondeltrotamundos.com