El hortelano y la zorra
Hace unas cuantas décadas, el trabajo del campo, era a base del esfuerzo físico o manual, no había maquinaria, no siendo en las explotaciones grandes. Para el sustento familiar, la faena recaía en todo lo que el cuerpo pudiese dar y aguantar.
Marcelino, poseía a una distancia un poco alejada del hogar, unos terrenos, que por su ubicación en lo más abrigado del valle, cercano a un pequeño arroyo, y resguardado del aire que soplaba del norte, solían adelantarse unas semanas en la recolección. Tenía en ese lugar, una amplia variedad de hortalizas, que al abrigo de la zona germinaban, crecían y daban en abundancia frutos, con los que los inquilinos del hogar podían pasar el año.
Como el cercano arroyo, corría en dirección opuesta a los terrenos, ya los antepasados de Marcelino, a base de esfuerzo, consiguieron con un pequeño dique, trasvasar un pequeño surco de agua que llenaba, una gran poza a modo de piscina, donde se almacenaba el agua, para regar en la época estival los frutos. Al lado de la tierra labrada, se extendía, un terreno dedicado a pradera, donde se recogía la hierba, que los animales, consumirían en la estación invernal, además de una zona de bosque, en el que se talaba la leña, para calentar el hogar. Se cuidaba de que la corta, fuese cada año en zonas distintas, desbrozando y cortando los más viejos, mientras los árboles nuevos, se limpiaban para que siguiesen creciendo para tiempos venideros. Al fondo del terreno, se alzaba un grupo de rocas, que se presentaban casi planas, como un pequeño balcón, que dejaba ver un pequeño barranco por el que discurría el arroyo, del que aprovechaban el agua, para regar sus sembrados en la parte más alta. Al lado del roquedal, se erguía un castaño, casi milenario, con una base que cuatro hombres, agarrados de las manos, no le era fácil abarcar.
Descargó todo lo que llevaba en el asno, lo ató con una cuerda larga, para que pastase, teniendo especial cuidado, que alcanzase, la zona sembrada. Regó todo el fruto sembrado. Cambió el surco de agua hacia el prado. Cuando había regado la huerta, y mientras la pradera se regaba, tomó buena cuenta de las viandas, que su esposa le había mandado en el capazo. Al terminar, observó por donde iba el agua, y tumbándose encima de la roca plana, poniendo especial cuidado, en que la sombra del castaño le llegara, para no recibir el sol de pleno. Colocó el oscuro gabán como almohada, y estirándose como un gato, dejó que el sueño le venciera. A los pocos minutos, dormía como un bendito, acompañando al descanso, unos breves ronquidos.
A esa hora, en pleno mes de mayo, una zorra hambrienta, subía por el barranco, hacia el roquedal. Sus cachorros necesitaban comida, mientras dormitaban, aprovechó la raposa, para salir y buscar algo que llevar a sus crías. Enseguida, notó un olor no habitual. Sigilosa, iba subiendo la pendiente, para desde las rocas, otear el fondo del valle. Al alcanzar el balcón contempla, al asno que pasta, ajeno a su presencia, y al resguardo del castaño, en la roca plana, un individuo, que de vez en cuando, emite unos ruidos guturales, para luego soltar un silbido, que engancha con el siguiente sonido.
Curiosa como es por naturaleza, comienza a olisquear, va en ascenso de los pies, a la cabeza. Marcelino, aunque duerme, no deja de despertar a intervalos. Con asombro, ve una raposa que camina en dirección a su cabeza. Como está muy cerca, se hace el muerto, mientras el animal no deja de olfatear. Al llegar a la altura de sus ojos, el hombre emite un sonido potente, incorporándose de un salto. La zorra asustada, salta sin calcular desde el balcón al vacío, por el lado del pedregal, al aterrizar en el suelo, no consigue estabilizarse, tambaleante, posa alternativamente unas patas, para levantar las otras.
Después de unos minutos, consigue seguir el camino, con sus cuatro patas no muy activas, se para y da la vuelta, para observar a Marcelino, que erguido, sobre el roquedal, parece un gigante. Emprende una carrera rápida, para perderse entre la vegetación que se espesa cercana al arroyo. Marcelino sigue voceando, mientras la zorra observa, a la sombra de unos alisos, para dar un rodeo y volver a la madriguera.
Mientras camina, con el sol cayendo a plomo, la zorra ve como se le escapa otra oportunidad de llenar el estómago. Vuelve a la madriguera, y ve a sus cachorros, que se aventuran a salir al exterior. Se acercan a ella, buscando en sus fauces algo de comida. La persiguen unos minutos, por lo que torna a la madriguera, los cachorros la siguen. Al tumbarse, buscan en sus mamas vacías un poco de leche. Deja que se entretengan mientras se repone, para más tarde, salir de nuevo a buscar alimento.
Sube de nuevo al peñasco, aunque las patas le molestan y no hay ni rastro del hombre, ni del asno, rastrea los alrededores. Da unas pasadas y se topa unas cortezas de tocino, y unos trocitos de miga de pan, que unas cuantas hormigas se disputan
De regreso a la madriguera, encuentra a unos mirlos atareados, en intentar que una cría, que se aventuró a volar, se eleve del suelo. La zorra, atenta se abalanza sobre la cría a pesar de que sus progenitores, se lanzan sobre ella. Con el pájaro en la boca, asoma a su escondrijo, donde los cachorros la esperan, regurgita lo poco que ha conseguido, y sus cachorros se disputan. Con las sombras, bajando de la colina, se introduce en su madriguera, esperando que mañana sea mejor día.
Foto: Juan Lacruz • CC BY-SA 3.0