De domingo a domingo
Y de domingo a domingo, semana tras semana, y después de aquel desayuno de leche con pan de centeno migado, iniciaba aquel hombre entrado ya en los años de las arrugas y las canas, un proceso que yo observaba atentamente con los ojos de un niño de siete años sentado en aquel escañil del que apenas me llegaban las piernas al suelo.
Se acercaba a aquel pequeño espejo colgado en la pared y empezaba a lavarse la cara una y otra vez con aquella agua caliente que brotaba de una jarra blanca de porcelana.
Ablandaba ahora con mimo aquella barba canosa, desigual, que había ido cubriendo lentamente su rostro durante toda la semana, aquel rostro marcado ya por los años, por los fríos inviernos y por los sacrificios de una vida larga que ya se le escapaba entre sus agrietadas manos.
Y con una brocha impregnada de jabón cubría con abundancia y con habilidad toda la cara mientras yo no podía evitar la carcajada ante aquella escena.
Entonces deslizaba con sumo cuidado una afilada navaja primero a través del cuello, después de la barbilla para terminar afeitando toda la cara con una precisión relojera.
Con cada pasada de la navaja aquel espejo colgado le iba devolviendo a la realidad, le iba mostrando un rostro nuevo, agudizado, limpio sin cortes, sin barba pero lleno de experiencias y de vida mientras yo era testigo de toda aquella transformación.
Él sonreía satisfecho ante aquel resultado final mientras por último palmeaba la cara con una loción de un olor agradable e inolvidable para mi que llenaba toda la estancia.
Guardaba ahora ya limpios todos sus instrumentos en una caja de habanos que esperaría de nuevo abrir al domingo siguiente.