El seranu

Ángela

Hubo un tiempo en que la caza no era un lujo sino una necesidad. Era la única opción de los pobres de llevar un trozo de carne a la boca. Y aquella perrina, la Mori, era una bendición.

Era infalible siguiendo el rastro de animales. Cazaba perdices, cogolladas, o curros antes de que levantasen el vuelo, y con las nevadas del invierno siempre atrapaba alguna liebre o conejo… Era tal la inteligencia de aquel animal que algunos días al amanecer cuando Toña, su propietaria, abría la puerta de la calle, allí estaba la Mori sentada con una pieza en la boca.

Conocedores los vecinos de aquella habilidad, no le faltaban a la dueña ofertas de compra por el animal. Abilio el pastor le ofreció un cordero. “El mejor de la cuadra, el que tu elijas”, le decía; Marcelo llegó a ofrecerle 20 duros; Julián se la cambiaba por dos ovejas… Pero ni por todo el oro del mundo Toña se hubiese desprendido de ella.

Cada día, antes de ir a dormir, Toña en una lata vieja de hojalata colocaba las sobras de la cena y las compartía con la perra. Disfrutaba acariciándola y jugando con ella. Una y otra vez le pasaba la mano por la cabeza y el lomo, le tiraba con dulzura de las orejas y la abrazaba. La Mori respondía a estas señales de amistad tirándose boca arriba y dejándose acariciar la barriga o saltando y mordiendo las manos de Toña sin llegar a hacerle daño.

Una noche de abril, la Mori no apareció. Preocupada Toña por la inesperada ausencia, salió a recorrer las calles del pueblo:

– Moooori, Mooori – la llamaba sin obtener resultados.

Antes de meterse en la cama, se asomó varias veces a la puerta de casa a ver si la veía. Nada. Ya acostada, el desasosiego no la dejaba dormir. En una de las pesadillas, la Mori era arrastrada por la corriente enfurecida del río sin que ella pudiese rescatarla.

Así amaneció, Toña bajó a la calle esperando encontrar a su fiel compañera. La llamó pero tampoco se presentó la perrina. Angustiada, la muchacha la buscó por las huertas, se asomó a las norias, y a cada vecino con el que se encontraba le preguntaba: «¿Has visto la mi perrina?». Nadie la había visto. Aquello era un misterio. Toña estaba segura que el animal no había desaparecido voluntariamente. Presentía que algo malo le había pasado. Si estuviese encerrada en alguna cuadra la escucharía ladrar o aullar. Pero, no. La perra no daba señales de vida. Llegó a pensar que alguien con mucha maldad la había envenenado y agonizaba sola en el monte.

No obstante, en los pueblos cualquier sebe, tapia o pared tiene ojos y oídos y días más tarde Toña supo del destino de la Mori.

Resulta que habían sido las confesiones y habían llegado varios curas de la contorna a auxiliar a don Saturio, en la ardua tarea de perdonar los pecados y establecer las correspondientes penitencias. Uno de estos curas, de nombre Tomás y a cargo de la parroquia de Llargañoso, gran aficionado a la caza, oyó hablar de la destreza de aquel animal, lo metió en el maletero de su coche y se lo llevó. Era una época en que curas y caciques se creían dueños de todo bicho viviente.

Durante varios días Toña contrastó aquellas informaciones y efectivamente se confirmó que el cura de Llargañoso, como un vulgar ladronzuelo le había robado a su querida perra. Preguntó a unos y a otros cómo llegar a esa localidad y planificó en detalle el viaje. A pesar de que Llargañoso distaba unos treinta y pico o cuarenta kilómetros de Valdeferrera, la distancia no asustaba a Toña que no se resignaba a perder a su compañera del alma.

Calculó Toña que, saliendo temprano de casa llegaría sobre las dos de tarde a Llargañoso, rescataría a la Mori, emprendería el regreso y, con un poco de suerte, estaría de vuelta en Valdeferrera antes de las once de la noche. Si la cosa se torcía, quedaría a dormir en casa de los parientes que vivían en Escuiral.

La noche antes de partir, Toña durmió poco y mal. Sobre las cinco de la mañana el canto de uno de los gallos de su vecino Higinio la despertó y se levantó. En un fardel de tela colocó un trozo grande de pan, una cebolla y un poco de tocino. Sin esperar a que clarease el día, se puso en marcha en dirección a Astorga.

Durante horas Toña caminó, caminó y caminó sin descanso por caminos de tierra. Únicamente sobre las once de la mañana paró junto a unas matas de roble a comer parte del almuerzo que llevaba en la fardela. A la una del medio día estaba cerca de Astorga, y dejando la ciudad a su izquierda enfiló en dirección a San Félix. Ahí dejaba la comarca y entraba en un país que le era desconocido. Por este motivo, decidió que lo más conveniente era caminar por la carretera. Pasó por Juncoso, Llagartera, Sabugo, Escuiral, Valdellobos y Carrezal hasta que finalmente, después de varias horas más caminando, llegó a Llargañoso. Eran más de la cuatro de la tarde.

Cerciorada de que había llegado a destino, averiguó donde estaba la casa del cura. Era una casona grande situada detrás de la iglesia. Pegada a la vivienda había unas cuadras y, protegida por un muro alto de tapial, una huerta a a la que se accedía por un portón de madera. Barruntó que allí estaba su Mori querida, sospecha que se confirmó cierta al escuchar sus ladridos al otro lado de la tapia. El animal que ya había percibido la presencia de su dueña, aullaba y ladraba nervioso.

Estudiada la situación, el momento de rescatar a la perra era a la hora de la misa cuando el cura estuviese ocupado. La misa era a las cinco de la tarde y Toña, apenas oyó el toque de las campanas y confiada en que no hubiese nadie en la huerta, se dirigió con decisión al portón. De repente, éste se abrió y por allí salió don Tomás, el cura. Toña al verlo se asustó, dio media vuelta y empezó a caminar deprisa calle arriba. El cura que ni reparó en la presencia de la muchacha, sacudiéndose la sotana se alejó apresuradamente en dirección a la iglesia.

Pasado el sobresalto, Toña volvió de nuevo a su cometido. Temblorosa abrió el portón y se asomó a la huerta. Al fondo, en un cobertizo con cubierta de teja al lado de un montón de leña divisó a la Mori atada a un poste de madera. Cuando el animal vio a Toña salió corriendo hacia su dueña. Retenida por la cuerda, brincaba enloquecida de un lado para otro y movía el rabo frenéticamente. Desbordaba alegría.

– “Chisssst, chisssttt. Tranquila, Mori. Ya está. Ya está” – le dijo Toña abrazándola. Le quitó la cuerda y el collar y los lanzó con rabia al montón de la leña.

Ante el temor de verse sorprendida abandonando una propiedad ajena, salió de la huerta con calma y aplomo y empezó a caminar sin prisa hacia la salida del pueblo. Cuando se hubo alejado unos cien metros de las últimas casas, empezó a correr por la carretera. “Vamos, Mori. Vamos” repetía.

Después de diez o quince minutos corriendo, Toña se sentó jadeando en la cuneta. No podía más. Del fardel que llevaba sacó el pan y el tocino que quedaba y se lo dio a la perra. La estrujó contra el pecho con fuerza y no pudo evitar echarse a llorar. La Mori, al verla así, miraba a Toña con la cabeza apoyada en su pecho y la lamía tratando de consolarla.

Después de haber llorado un rato, la muchacha se sintió mejor. Estaba feliz de haber recuperado a su querida compañera. También el animal parecía muy contento con el reencuentro. Reanudaron la marcha por la carretera, caminando con paso ligero. Cuando sentían el ruido de algún coche, apresuradamente se salían del camino y se escondían entre los matorrales.

Poco a poco, y sin que Toña se diese cuenta, el manto negro de la noche fue cubriendo el monte. Los robles, piornos y urces que bordeaban la carretera se convirtieron en amenazantes sombras. Toña, con la perra al lado se sentía segura, pero era sabedora de que por aquellas espesuras merodeaban manadas de cinco y más lobos. Tuvo miedo y aceleró el paso. Con la noche encima, era temerario intentar llegar a casa de los parientes de Escuiral y decidió quedarse en el primer pueblo al que llegase.

Después de caminar una media hora llegó a Valdellobos. Allí buscó un sitio donde dormir. Pensó que el pórtico de la iglesia era el mejor lugar para pernoctar. Al menos estaría protegida de la lluvia y de las alimañas, que no siempre son animales. Contenta de haber recuperado el botín perdido, se sentó con la espalda apoyada en la puerta de la iglesia y colocó en su regazo al animal. A pesar del calor de la perra, sentía frío. Estaba muy cansada, no tenía abrigo y las losas del suelo estaban heladas. Cada pocos minutos se levantaba, caminaba un rato hasta entrar en calor y volvía de nuevo a sentarse.

Sentada, contemplaba el cielo y la luna llena y echaba cuentas de las horas que quedaban para el amanecer. Estimaba que con una luna así, a las seis y media de la mañana o antes podría emprender de nuevo el camino de vuelta a Valdeferrera.

Ensimismada en estos pensamientos, se asustó cuando vio acercarse hacia ella una sombra negra llevando una linterna. La Mori, nerviosa, se colocó en guardia emitiendo un gruñido amenazante.

– Pero hija, ¿qué haces aquí a estas horas? ¿No tienes miedo?

Quien la interrogaba era una vecina del pueblo que vivía enfrente de la iglesia y desde la ventana de la cocina llevaba un buen rato observándola.

Toña le contó de dónde era, quienes eran sus parientes, y le explicó que alguno de ellos vivía en el pueblo vecino. También le detalló que había ido a Llargañoso a recuperar la perra que tanto quería. Y le dijo que no, que no tenía miedo. Que con aquella perra al lado no tenía temor.

– Ven hija, ven a casa. Que si pasas la noche aquí vas a pillar una pulmonía.

Aquellas palabras sonaban sinceras y Toña la acompañó. Al entrar en la cocina de aquella desconocida y notar el calor de la lumbre, Toña agradeció haberse encontrado con un ofrecimiento así. Sin apenas pronunciar palabra, aquella mujer le preparó un par de huevos fritos que le sirvió acompañados con un trozo grande de pan. Una vez cenó, la mujer le dio un cobertor y la acompañó al pajar. Allí, al lado de la cuadra de las vacas, encima de un montón de yerba seca se acurrucó Toña abrazada a la Mori. Enseguida la rindió el sueño.

La noche transcurrió sin sobresaltos. Serían ya casi las ocho de la mañana, cuando los rayos de sol que se colaban por las rendijas de la ventana del pajar despertaron a Toña. Fue a la cocina. Allí estaba aquella buena samaritana quien le sirvió un plato de sopas de ajo. Abrumada y agradecida por tanta hospitalidad, Toña se despidió convidando a Ángela, que es como se llamaba aquella mujer, a pasar en su casa la fiesta de San Juan.

Feliz de tener a la Mori a su lado, y acostumbrada a las largas jornadas de caza en el monte, el camino de vuelta a casa se le hizo corto a Toña. Caminaba con el mismo entusiasmo y ligereza de quien regresa a su hogar después de una larga ausencia.

Quien aquel día vio a Toña podría pensar que tal vez fue el día más feliz de su vida. No. No lo fue. Lo fue aún más el día del bautizo de su hija, a quien llamó Angela. Ni siquiera le importó que el cura que ofició el sacramento fuese don Tomás. Eso sí, en ningún momento perdió de vista a la Mori.

 

Gregorio Urz, agosto de 2018

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