El seranu

Solo un plato de Caldo

Cuentan las malas lenguas, que en un pueblo de Cabrera, uno entre tantos, vivía un matrimonio con dos hijos. Uno era más despierto mientras que el segundo era más apocado, o sea el “tonto.” Sus padres los habían tenido ya siendo bastante mayores, por eso desde temprana edad, eran los que se encargaban de cuidar sus pocas tierras y un puñado escaso de animales.

Debido a la escasez que en el hogar reinaba, cada nueva temporada los jóvenes se afanaban en alquilar los terrenos comunales, para recoger hierba, con el que dar sustento a los animales nuevos que nacían en la casa o cambiaban.

El primero era de constitución robusta, de estatura media, los cabellos color miel, con una tez bronceada por el sol, de facciones suaves y mirada profunda, cuatro años mayor que el segundo, de nombre Ramón. Por el contrario el segundo, era más bien alto, desgarbado, bronceado como el primero, pero con mirada ausente que todo lo observaba, llamado Emilio.

Desde antes de salir el alba, ambos ya trajinaban entorno a los animales, y cuando el tiempo lo permitía debido a la climatología de un pueblo de montaña, araban y acondicionaban las tierras para el sembrado del cereal resistente a las bajas temperaturas. Después de un desayuno poco consistente, no regresaban hasta el anochecer al hogar, y para medio día, un mendrugo de pan con tocino era el menú diario, y casi nunca abundante. En las noches un plato de caldo deslavazado, acompañado de un puñado de “bullós o bulloses” (castañas) mientras duraba la cosecha.

Mientras en casa los padres mayores.. Él, como ya veía poco y le costaba caminar, la mayor parte del día la pasaba sentado o tumbado, a la sombra, ó al sol, según tocase. ¡Ella, delicada como decía!, pero con una salud de hierro, que ni las balas le entraba; entre las labores del hogar y el palique pasaba el día.

Hoy, como hasta caer las sombras los muchachos no vendrían, prepararía un una gallina con patatas y sopa; ¡ para eso andan delicados!. A los mozus no les hace falta, ya con ser jóvenes le llega, además si comen mucho, engordarían y le sería más difícil las largas caminatas, por las empinadas pendientes. ¡Y bien pensado, el holgazán de su marido siempre tumbado! con el trozo de pescuezo y espinazo, acompañado de la sopa le sobraba. Ella se serviría los muslos y la pechuga que eran más sanos pensaba…. ¡ Bueno, con una ración generosa de patatas, y para asentar el estómago, un plato de sopa, que bien venía!. Ramón y Emilio por su parte, por la noche caldo de nuevo y un pequeño trozo de tocino, ya que de la hoja empezada quedaba poco. Ellos como eran ancianos, e igual le sentaba mal, comerían solo sopa, ya que había que ahorrar, para prosperar en la vida. Si los muchachos preguntaban por la gallina, les diría que se la comió el perro de la Herminia que tenía la mala costumbre de andar por los gallineros.

Así día tras día y año tras año, no variaba el menú del caldo y el tocino, los jóvenes se hicieron hombres y mientras el mayor no se percataba, que cada cierto tiempo desaparecía algún cabrito, los ratones habían comido los chorizos ayudados por el gato, cuando estos aterrizaban en el suelo del secadero., y por no enumerar las gallinas que el perro de la vecina llevaba, además no eran buenas ponedoras, pues casi no ponían huevos y eran necesarios para hacer con ellos, los pagos. Sin embargo Emilio a pesar de ser parco en palabras, intentaba hacer ver a su hermano mayor, que eso que sucedía en su casa, no le cuadraba.

Por eso un día que tenía que arar unas tierras bordeando el pueblo, cercana la hora del medio día, argumentando que se le había estropeado el arado, entró en el hogar sin previo aviso, encontrando a sus progenitores dándose un atracón de guiso de cordero, y al verse descubiertos casi se ahogan porengullir sin que el muchacho se enterase, pero el joven estaba de vuelta y sentándose en la mesa, espero que la madre le ofreciese un plato de lo mismo, pero ella argumentando que quedaba para la noche, le puso caldo y tocino sin vacilar. Comió y espero al anochecer, a ver que pasaba. Llegada la cena, la mujer cumplió y sacó lo que quedaba del guiso que no era mucho, y todos comieron de él. Emilio, habló con Ramón de lo acaecido por la mañana y aunque le costaba creerlo, tenía que admitirlo, su hermano estaba en lo cierto.

Sin más dilaciones decidieron hablar con sus padres, el hombre medio adormilado no abrió la boca, era su madre la que, excusándose comentaba, como no veía bien a al cabeza de familia, mandó al matarife del vecino que le matase el cabrito, y como pago le había dada un buen trozo del animal, así que eso era todo lo que quedaba. Lo que no comentó es que casi toda la semana llevaban comiendo a dos carrillos hasta agotar existencias, mientras para ellos, caldo, como no.

Así pasado un tiempo, su progenitor enfermó, y ya llevaba unos días en cama. Los chicos seguían con las faenas y al llegar un día a casa, ya siendo hora de la cena, y viendo que ni asomos había de ésta, el mayor le comentó: Ah madre, écheme el caldo. A lo que ella agregó, espera que muerra tou padre. Llegó el segundo y le pidió lo mismo : madre, tíreme el caldo. Ella otra vez comentó: ya vos dixe, que esperedes que muerra tou padre.

Con el farol en la mano salieron de nuevo a la calle y dejaron las cosas organizadas para el día venidero, pasaron por las cuadras de los animales una vez más, haciendo tiempo antes de entrar al hogar. Volvieron a pedir el caldo, y tuvieron la misma respuesta, otras tantas veces. Por eso el pequeño, o sea el más tonto, acudió a la cama de su padre y le soltó: Padre, cuando os acabades a morir, para que madre nos eche el caldo. A lo que el hombre, que argumentaba que no estaba bien del oído, se levantó como un resorte y corrió a la cocina, precedido del muchacho.

Desde ese día no se supo más de Ramón ni Emilio, y los dos ancianos tuvieron que armarse de valor y trabajar, la mujer con un pequeño llanto del que no salían lágrimas, lamentaba su mala suerte y lo desagradecidos que suelen ser los hijos. El hombre asintiendo con la cabeza a lo que ésta decía.

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