La tía Francisca
Con los rescoldos de la noche anterior la dueña de la casa, de nuevo aviva el fuego para preparar unas sopas de leche con las cortezas de pan duro. Primero el cabeza de familia, que va camino a las primeras canteras a trabajar, después sus cuatro hijos. El primero, pastorea un pequeño rebaño, el segundo va unas horas a la escuela, y luego está de ayudante para un cantero, la tercera una chiquilla menuda, pero alegre como unas castañuelas, prepara un pequeño hatillo con sus pertenencias, para trasladarse a vivir con su tía, en un pueblo cercano, y el más pequeño, se queda con la progenitora, ya que aún es muy chico.
Angelína con tan solo siete años, recala en casa de su tía y madrina, con la promesa de ir a la escuela. Menuda, más bien bajita, alegre, con la sonrisa siempre dibujada en su cara, y con la energía de un torbellino, allí por donde pasa. Es reacia a dejar a su morada y sobre todo a sus hermanos, pero convencida por su madre, y las promesas de su tía emprende el camino, acompañada del único hijo de su madrina, su primo diez años mayor.
Allí, le designan una pequeña habitación en la enorme casa, y desde bien temprano, se encarga con la ayuda de la tía de hacer las labores del hogar, después un frugal desayuno, casi siempre de las sobras del día anterior. Luego a cuidar unas vacas, lavar platos, después de la comida, por la tarde un rato a la escuela, que está a escasos metros de la casa. En los ratos de recreo mientras los demás corren y juegan, ella, pela patatas para la cena o recoge ropa del tendal, todo menos estar ociosa como decía la madrina Francisca. Angelína, había creído que en casa de la tía podría aprender a leer y escribir,. ¡Con la memoria que poseía!, pero hacía de todo y si quedaba tiempo iba a la escuela. La comida era más bien ligera, ella, que para ser tan menuda, tenía un apetito voraz, todo le estaba bueno y le gustaba, pero la tía Francisca, escudándose que había que mantener una figura esbelta como ella, la comida debía de ser más bien poca, hacía a la pobre Angelína hacer dieta.
Por eso un día que fue a llevar a casa de sus padres, una cesta de melocotones y peras obsequio de la tía, la pequeña no quería volver para donde Francisca, alegando que ella estaba mejor con su madre y hermanos, pero la madre la obligó a marcharse, a pesar de las lágrimas de Angelína.
No eran muchas las horas que pasaba aprendiendo junto al los otros chicos y el maestro, pero de esas pocas, sacó partido, el maestro viendo la disponibilidad de la muchacha, le daba tareas, para cuando guardaba las vacas, y de regreso al colegio, él corregía. Le solía mandar aprender poemas, la tabla, y la lista de los reyes godos, etc. Ésta en una mañana aprendía lo mandado. El maestro se asombraba de la facilidad con que memorizaba y entendía las cosas. Enseguida sobrepasó a los que iban a diario a la escuela, y eran incluso mayores, teniéndole alguno un poco de pelusilla o envidia.
Seguía haciendo todas las faenas que la tía le asignaba, todo para ella descansar, ya que el hijo y el esposo trabajaban por los pueblos construyendo, eran canteros. Angelína, a pasar de los quehaceres daba gracias a dios por tener un techo y un plato caliente para entretener al estómago. Aún en los peores momentos no dejaba de sonreír. Lo que más mal llevaba era la escasez de comida, y no por que no hubiese, sino porque la tía deseaba ahorrar. No le quedó otro remedio a la pequeña que ingeniárselas, para saciar su apetito, así que asaltaba el gallinero, con cautela, se tomaba uno, o dos huevos según viese la cantidad en el nial. Les hacia un pequeño orificio en las esquinas del huevo y los absorbía. En campaña de nueces y castañas, tenía la precaución de llenar los bolsillos y luego comerlos, cuando Francisca no la veía.
Unos años después recaló en la casa, el hermano más pequeño de Angelína, para ayudar, como su hermana e ir a la escuela, pero éste pasado un tiempo, no dejaba de hacerle trastadas, para que la tía Francisca le mandase de nuevo con sus padres, ya que no quería estar allí, por la férrea disciplina que la dueña de la casa administraba. Se quedaría la muchacha bastantes años más.
La tía Francisca cosía, tejía y ganchillaba muy bien, así que la chiquilla tuvo que aprender, y no se le daba mal. Por las noches rezaban el rosario, por lo que la muchacha se sabía los misterios y la letanía de carrerilla.
Una noche de Enero, quedó acabando unos calcetines de lana en la cocina y le entró el hambre, miró para las morcillas, que colgaban de una punta en el pico de la estancia. Avivó las últimas brasas, y asó una de las más grandecitas. Cuando ya apuraba el último trozo, alertada por el olor que se impregnaba la casa, llegó la tía malhumorada.!Le cayó una buena reprimenda, amén de un buen castigo!. ¡Cara le salió la morcilla!…, PERO QUE MALA ES EL HAMBRE, EN UN CUERPO SANO, como bien apuntaba.
Se fue de casa de la tía siendo ya casi una mujer, desde los siete años había estado allí, aunque no lo pasó muy bien, gracias a la disciplina de su madrina, era buena en la cocina, cosía, bordaba, tejía y ganchillaba. ¡Mucho, en aquellos años!….
Siempre recordaba, que ella nunca era grande, ni ESPURRÍA (crecía) como las demás, y que se crió ANEPELLADA (menuda, raquítica) debido a la dieta seguida. Lo que nunca mermó, tan solo un poco con los años, fue aquella gran fortaleza, su increíble memoria y mucho menos aquella inmensa alegría…
Foto: idearedonda