‘El verde aroma del Noroeste’, de Manuel Cuenya
La escritora y profesora Margarita Álvarez Rodríguez escribe una reseña sobre la obra de este autor leonés que se presenta el 26 de octubre en el Instituto Leonés de Cultura
Desde el título de esta obra, ‘El verde aroma del Noroeste’, Manuel Cuenya nos invita a adentrarnos, desde su mirada y vivencias, en ese Noroeste español del que nos hace ver el verdor de su paisaje y oler el aroma de ese verdor. Una acertada sinestesia que despierta nuestros sentidos y nos pone en alerta para aprestarnos a disfrutar después de cada una de sus páginas.
El libro se presenta el jueves 26 de octubre a las 20 horas en la Sala Región del Instituto Leonés de Cultura (ILC), donde acompañarán al autor David Rubio y Marta Muñiz.
Manuel Cuenya nació en Noceda del Bierzo, lugar al que llama su “matria”. Es licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación y, actualmente, se dedica a la escritura y a la enseñanza universitaria. Además, es colaborador de varios medios y edita la revista cultural La curuja. Es autor de una decena de libros y coautor de alguno más, y también figura en una antología de relatos. Fue cofundador y profesor de la Escuela de Cine de Ponferrada de la Universidad de León. Es un viajero impenitente que busca emociones y, luego, las plasma en sus libros.
‘El verde aroma del Noroeste’ es un libro de viajes, pero no una guía turística. Es verdad que tras sus pies, su mirada y su pluma vamos a recorrer muchos lugares de León, Cantabria, Asturias y Galicia; es verdad que nos presenta datos de interés que podrían aparecer en una guía turística; pero este libro es mucho más que la narración de un viaje por una geografía concreta, y lo es por la profundidad de su contenido y también por la presentación que se hace de ese contenido. El Noroeste es el marco geográfico de esta aventura viajera y vivencial, en la que la actitud del viajero es esencial para conseguir sorprender y arrastrar al lector tras sus pasos y su mirada.
El libro está estructurado en torno a cinco viajes. El primero parte de León hacia la montaña leonesa, desde allí se interna en Cantabria y después viaja de la montaña al mar. De Potes, a Comillas y Santilla del mar, y de allí, otra vez al interior. Y vuelta a la montaña leonesa para realizar la ruta del Cares. En el segundo viaje parte de la matria chica hacia los confines astures. Desde allí viaja por Cangas de Narcea, Teverga… Vuelve a Babia y Luna, en la provincia leonesa, para, después, regresar a Asturias y terminar en Oviedo, ciudad en la que realiza un recorrido muy emotivo, mientras evoca su vida de estudiante universitario que fue para él “vida y dulzura, esperanza nuestra”. El Oviedo de La Regenta, el Oviedo de su admiración por el profesor y filósofo Gustavo Bueno, que marcó su formación universitaria y que ha recordado ya en otras obras.
El tercer viaje se desarrolla por varias poblaciones asturianas de interior y también costeras: Cudillero, Gijón, Tapia de Casariego… Para adentrarse más tarde en Galicia por la Mariña lucense… El cuarto viaje está dedicado a Miña Terra: La “ciudad del faro”, Finisterre, Santiago… Pontevedra, Tuy, Portugal… Y el quinto se inicia en Ribadavia y continúa por Ourense, Lugo, Ribeira Sacra, Monforte…. Sigue por los Oscos asturianos para desembocar en los Ancares lucenses y bercianos y llegar finalmente al punto de partida, “al puerto de los afectos: Noceda del Bierzo”.
Si solo fuéramos siguiendo los pasos del viajero por los lugares que recorre sería un libro de viajes más, pero este libro de Cuenya, que nos recuerda otros libros suyos anteriores: Mapas afectivos, Del agua y del tiempo y Desde las entrañas, ─a los dos últimos les he dedicado sendas reseñas: Del agua y del tiempo y Desde las entrañas─, es mucho más que un libro de viajes. Según vamos siguiendo los pasos del viajero, conocemos múltiples datos geográficos y la toponimia de muchos lugares: poblaciones, ríos, montañas… Nombres de lugar mayor y también de lugar menor: una senda, una peña, una fuente… A veces esos nombres de lugares le inducen a alguna reflexión. Con él contemplamos monumentos y edificios singulares, estatuas levantadas a diversos personajes ilustres… Conocemos la geografía urbana de algunas ciudades: sus calles y callejuelas, sus plazas (Pontevedra), sus mercados, sus restaurantes típicos…
No faltan las referencias históricas, por ejemplo, para explicar el origen del apelativo “de la Reina”, en varios pueblos de la montaña leonesa. Pero el autor tiene siempre una especial habilidad, para, a través de cualquier recuerdo o similitud entre dos lugares, evocar el que no está ante su mirada, pero sí está en su memoria. Y lo hace con lugares de España y con otros muchos que están fuera de ella: Europa, África, América… Sus evocaciones le acercan a veces al realismo mágico por lo que cuenta y por la introducción de algunos personajes de la mitología norteña: trasgus, ñuberus, meigas, xanas o anjanas, meigas, meigallos, hadas, espíritus, voces…
Pero no es solo eso. El libro está lleno de la erudición a que nos tiene acostumbrados Manuel Cuenya, pero no es una erudición vacía como aquella de los “eruditos a la violeta”, es una erudición rica y presentada con amenidad, cosa que agradece el lector, porque disfruta de los recorridos del viajero y también de su sabiduría. Además, sabe insertar toda esa información en el texto de tal manera que fluye de forma natural y nos parece que debe estar allí, porque aquel es su sitio natural. Parece taracearla como en la mejor técnica de marquetería. Cualquier experiencia en sus viajes es una puerta para llevarnos más allá del libro de viajes. Así introduce el cine ─el autor es un gran cinéfilo─, al hacer referencia a películas que se rodaron en determinados lugares, a actores o actrices que las protagonizaron, a sus directores… Y lo hace de forma especial en su paso por Llanes, villa muy ligada al cine ─proyecto “Llanes de cine”─, en que llega a conocer a Gonzalo Suárez.
Y, si el cine tiene notable presencia, la tiene aún mucho mayor la literatura. Las referencias a lo metaliterario son constantes. Cualquier “excusa” es buena para hacerlo. Evoca a grandes autores y obras de la literatura universal, con especial presencia de los gallegos: Rosalía de Castro, Valle Inclán, Cela, Cunqueiro, Torrente Ballester, Celso Emilio Ferreiro… Los evoca por su relación con los lugares visitados o por asociación de lo contemplado con ellos. Así, una estatua o la estancia del autor en el lugar le sirven para traer al presente a Ángel González, relacionado con Páramo del Sil, a Poe, porque lo asocia a la experiencia vivida al visitar un cementerio. En esa metaliteratura aparecen también Cesar Vallejo, al recordar a los mineros de Teverga, Cela y Rosalía de Castro en relación con Padrón… Y muchos más. Uno de los que tienen más presencia es Valle Inclán, pues el autor no disimula su admiración por él. También aparecen evocaciones de lugares literarios inventados como la Comala de Juan Rufo, el Macondo de García Márquez, la Celama de Luis Mateo Díez, la Vetusta de Clarín… Incluso reproduce algún fragmento de las obras de los autores evocados.
En esa recreación “real-maravillosa” llega a establecer un diálogo literario entre dos escritores a través de las estatuas de Rosalía de Castro y Lorca, que parecen mirarse y hablarse en Santiago de Compostela, a partir de los famosos versos que dedica Federico a Rosalía. Y no pueden faltar referencias a escritores que también han escrito literatura de viajes como Julio Llamazares y Unamuno. Y tampoco queda fuera El Quijote, un libro en que, según el autor, los personajes van descubriendo tierras, personas… al mismo tiempo que nos van descubriendo la condición humana. Cervantes invitaba a viajar: “El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho”. Y Manuel Cuenya es un gran viajero que disfruta y aprende mucho en sus viajes
La música, el baile, la pintura… son otras manifestaciones artísticas que tienen presencia en esos viajes. Nos hace oír/escuchar con él la Asturias de Víctor Manuel, la Negra sombra de Luz Casal/Rosalía de Castro, un concierto de Leonard Cohen…. Y hasta nos hace contemplar la pintura de Picasso en sus andanzas coruñesas.
En sus viajes encontramos también una pequeña, pero selecta, guía gastronómica: las corbatas de Unquera, los sobaos pasiegos, las anchoas de Santoña, el queso de Cabrales… Los percebes, mejillones, pulpo á feira y zamburiñas, en Galicia. No solo menciona delicias gastronómicas, sino que nos deja los olores y sabores de esa gastronomía. Dice, por ejemplo, de los nicanores de Boñar que son hojaldres cuyo sabor “me traslada directamente al cielo”. Además mezcla, a través de la sinestesia, el aspecto con el sabor y el resultado son “aromas y colores de ensoñación”. No podía quedar fuera la bebida: el orujo de Potes, el ribeiro gallego, la sidra asturiana, de la que afirma: “La sidra es una bebida divina que te hace entrar en contacto con otras dimensiones y tal vez con algunas divinidades como les ocurre a los indígenas tarahumara con el peyote”.
Siempre los viajes de Manuel, que refleja en libros y artículos, son un mapa de sus afectos: “La vida en estado puro te besa y te acaricia con afecto”. Y es que parece que va sembrando afectos por donde pasa. En cada lugar nos presenta a otros personajes con los que traba conversación, con los que comparte miradas o afectos. Gente ya conocida o personas que encuentra casualmente. Paisanos y paisanas que forman parte de ese paisanaje del que hay que disfrutar cuando uno viaja. Se presenta como ese buen amigo afable y reflexivo, que algunos ya tenemos en él y otros quisieran tener. Siempre muy apegado a su matria berciana, pero, al mismo tiempo, ciudadano del mundo, pues, a fin de cuentas, “la tierra de uno está y puede estar donde están sus afectos”, proclama.
‘El verde aroma del Noroeste’, además de todo lo dicho, y en cierta medida, es una obra filosófica. Cualquier experiencia es buena para incluir reflexiones sobre lo divino y lo humano que tienen algo de metafísico: “¿Acaso el viaje no es vuelo en libertad?”, se pregunta al contemplar extasiado la belleza que se alcanza a contemplar desde el puerto de San Glorio. Se siente feliz en las alturas porque puede ver a vista de pájaro, otear. Confiesa que desde pequeño ha soñado con ser pájaro, con volar en libertad. A sus páginas asoman los estoicos y epicúreos: la ataraxia. “La propia vida es un camino… quién sabe hacia dónde…”. Nos ofrece varias reflexiones sobre la belleza como ocurre cuando visita Cudillero y nos dice: “La belleza es quizá aquello que emociona y seduce”, o referidas a la película Muerte en Venecia, cuya visualización define como “experiencia mística”. Y asegura: “En un simple gesto de belleza puede contenerse la eternidad, la eternidad y un día”.
Otro tema recurrente en la literatura de Manuel Cuenya es el tiempo: “El tiempo es nuestra sangre. Toda nuestra vida”. Un tiempo que escapa, pero que a la vez parece detenerse en momentos en que el autor acaba perdiendo la noción de él al dejarse empapar por ese verde que subyuga su mirada. Un asombro que atrapa al viajero de forma reiterada, aunque haya realizado el mismo recorrido varias veces… Y otro tema importante es el agua. Siempre el agua: “Amo todo lo que fluye”, dice. El agua le resulta hipnótica. Disfruta contemplando el mar, “espacio hipnótico del que brotan los sueños y las sirenas”, un lago, un río…
También los aspectos narrativos y estilísticos de la obra llaman la atención del lector. Desde el punto de vista formal, la narración está hecha en primera persona, pero a veces parece que nos encontramos con un desdoblamiento del narrador. Además del narrador que cuenta su viaje después de “reposado”, desde el yo y en presente histórico, tenemos otro narrador, el que se introduce de forma más patente en el texto, en el presente real, a través de un cuaderno en el que apunta la vivencia concreta, la sensación o reflexión instantánea… Esas pequeñas vivencias o reflexiones dan todavía más realismo y plasticidad a lo que nos cuenta. Y además aparece “este viajero” que, aunque sigue siendo parte de los yoes anteriores con su visión subjetiva de la realidad, parece que en él, en ese viajero, estamos también los lectores, los que seguimos sus pasos y sus querencias. No somos Manuel, pero podemos ser viajeros con y como él.
El libro está escrito en un estilo claro, pero muy cuidado, hecho que se refleja especialmente en las descripciones, con adjetivación parca, pero precisa, y con frecuente uso literario de la comparación: “La sed y el apetito se desbocan como potrancos por las praderas del valle”. Capítulo aparte, por su frecuencia y belleza, merecen las sinestesias, con las que nos encontramos ya en el título, como decía más arriba, y lo largo de toda la obra: “Verde y húmedo aroma del musgo”, “olor verde de la humedad”, dice de Pontevedra. Manifiesta una gran maestría en la mezcla de sensaciones que captamos por distintos sentidos o de sentimientos y sensaciones, como esa “luz comestible” que le gusta decir. El léxico expresa muy bien esa forma de meterse en el paisaje y de identificarse con el paisanaje. Y, sobre todo, esa forma intensa de disfrutar de lo que ve y de lo que siente que le provoca una especie de experiencia mística. Por eso abunda un léxico de la mística, de la ensoñación, del asombro: “experiencia místico-religiosa”, “paraíso literario, edén musical”, “edén bíblico”, “hechizante”, “éxtasis”, “fascinación”, “hipnótico”, “alucinación”, “embelesamiento”, “sueños”… Un léxico que tiene que ver con la necesidad de sentirse pájaro que menciona en la obra. Habla de olores que le hacen levitar, de torres de la catedral de Santiago que le cautivan.
Además mezcla distintos niveles léxicos que van de la frase coloquial a la literaria, en una perfecta conjunción. Introduce también coloquialismos que le dan más veracidad a lo contado y algún neologismo, como “sanfroilanear” ─fiesta de san Froilán, en Lugo y León─. Y, a veces, un guiño o una pequeña broma pone una pincelada de humor inteligente: “Caín, el pueblo que podía haberse llamado Abel”.
En fin, que Manuel Cuenya no traza rutas para que vayamos a un lugar, nos introduce de lleno en él con la magia de las palabras y la belleza que habita en el sentimiento que les añade. Ve lo que captan los ojos y observa lo que ve el espíritu. Este “rompesuelas y ” vagamundo“, como le gusta llamarse, ─quizá mejor, ”vagamundos“─ nos arrastra tras sus pasos, sus vivencias, sus reflexiones, sus descubrimientos… Sus quereres y saberes. Camina, vive, disfruta, elabora literariamente y cuenta. Y lo hace con la misma plasticidad con que lo hicieran los maestros Azorín y Unamuno, en su visón de la Historia y de la intrahistoria. Cuando doblamos la última página de ‘El verde aroma del Noroeste’, podemos asegurar que hemos disfrutado de buena literatura y que somos más ”viajados“ y más sabios. Además, hemos aprendido a valorar más todo lo que nos rodea. ¡Gracias, Manuel, por este hermoso libro que has puesto en nuestras manos!