El penúltimo campanero
Desde que los más viejos del lugar recordasen, los varones de la familia Bolaños, eran los encargados de repicar las campanas de la aldea, que tanto avisaban, para fiestas, entierros, acuerdos, o desastres que se originasen.
Marcelino a sus ochenta y cuatro años, con la cojera de su rodilla izquierda debida a la caída de su cabalgadura allá por sus años mozos, sin que la revisase un médico, se le hacía imposible repicar a sus amadas campanas, las que en otros tiempos tocaban escuchándose incluso de los pueblos cercanos. Decían de él, que tenía un oído experto para notar la más mínima vibración en las campanas y una suavidad y coordinación en las manos, que plañéndolas, le hacían único. Ahora su dolorida rodilla no le permitía subir al campanario y era su hijo mayor Ramón el que intentaba emular la precisión del padre… No le fue fácil acercarse ni de lejos, a la sabiduría de su progenitor, pero ahora era él, el que tenía la labor que antaño Marcelino hacía.
Sabía que en su descendencia, no había varones que continuasen la tradición. La vida le trajo tres hermosas hijas. La mediana de sus hijas, Isabel, había heredado la habilidad del abuelo, y cuando de muy chica seguía a su padre, y éste le permitía algún toque, no desentonaban, permaneciendo muy atenta al más leve movimiento. Pero eso de que fuese una mujer la siguiente en la tradición familiar distaba mucho.
Isabelita, cuando no la veían subía las empinadas escaleras que subían a la torre de la iglesia, y sin emitir ni un sonido, calculaba en su mente, el tañer con una métrica ajustada para que no se percibiese ningún error. No se atrevía a blandir sus amadas campanas, pues si alguno se enteraba, ya sabía la reprimenda que le esperaba.
De primeras, su madre, que comentaba que eso no era de mujeres… mejor haría en aprender a zurcir y coser, que era para ella. Tampoco su padre, ni los hombres del clan, lo aprobaban, y sus otras hermanas veían a Isabelita como, una rebelde entrometida. Así se encontraba sin apoyos dentro de la familia, algo que al principio le hizo sentirse aislada y sola, pero en esa soledad, se había conocido y se aceptaba tal como era. Además nadie estaba pendiente de ella y cuando no la veía subía a lo alto del campanario y ensayaba mentalmente miles de veces cada toque, como había visto a su progenitor.
Pasaron los años y la chiquilla, era casi una mujer, mientras sus hermanas, la mayor era novia formal de un joven, de muy buena familia de la aldea cercana, y la más pequeña, soñaba seguir a la primera. Solo Isabel, no seguía el camino marcado. Ella solo pensaba en poder repicar sus queridas campanas, cuando sus vecinos caminasen por la calle mayor, acompañando a la procesión el día de la fiesta, y caminar por la desierta campiña cuando nadie la observaba sintiéndose libre.
Eso era una espina que llevaba, sus familiares no lo entendían.
Un día de principios de agosto con un calor sofocante, que hasta a la sombra, no se dejaba de sudar. Una modorra y un decaimiento en los habitantes del pueblo, que hasta los más informados, no daban señales de vida. Próxima la sobremesa, el cielo se tiño de un gris claro, y la tormenta con sus truenos y relámpagos, no dejaba de rugir. Rayos a montones, mientras el trueno no dejaba de sonar, pero ni una sola gota de agua, refrescó el ambiente. Después de un tiempo descargando rayos en todas direcciones, de uno de los establos más alejados, con su acopio de hierba encima, comenzó a salir un humo denso y oscuro. El abuelo Marcelino, a sabiendas, que su heredero en la tradición familiar, no se encontraba en el pueblo, no dejaba de otear el horizonte, y aunque no era ya muy buena su vista, notó como el establo con parte del ganado dentro, echaba un humo denso. Agobiado, por que no sabía como subir la empinada escalera del campanario, no dejaba de dar vueltas y llamaba a sus hijos. Algunos adormilados, salían deprisa, mientras éste ordenaba que le ayudasen a llegar a la iglesia y subir a su torre.
En aquel desconcierto, Isabelita, veloz, llegó al campanario, y poniéndose en cuclillas, examinó las dos campanas, y acariciando su contorno empezó a blandir, al principio casi con temor, y luego con un fuerte repique, llevando al unísono el seguimiento entre ellas. Ensimismada en su tarea, no se daba cuenta que las campanas, casi, pareciese hablar. Marcelino, y uno de sus hijos, ya se aproximaban a la iglesia, cuando oyeron como sus campanas llamaban. La gente del pueblo salió en la ayuda del vecino necesitado, mientras Isabelita no dejaba de tocar y tocar una vuelta y otra más, observada de lejos por el abuelo, que no se lo podía creer. Las campanas no sonaban, era como si hablaran, y él, que en otros tiempos, había logrado engranar unas notas tras otras, ahora era como si la joven, le diese luz y palabra con sus repiques. Asombrado, se quedó allí hasta que Isabel, descendió los escalones.
Al ver al abuelo, estuvo a punto de desandar sus pasos, pero Marcelino, con un nudo de emoción se aproximó a la muchacha, expresando lo orgulloso que se sentía de que ella tuviese, ese don.
Costó mucho que algunos miembros de su familia, diesen el visto bueno a la labor de Isabel. Gracias a su rapidez, y su saber hacer, se evitó en el pueblo una desgracia.
El padre no estaba muy de acuerdo. Con la ayuda de sus vecinos, la joven se estrenó en la procesión del pueblo, mientras la gente caminaba en silencio por la calle, escuchando con deleite sus repiques. Para ella simplemente cuando tocaba, se paraba el tiempo.