El seranu

El camposanto

Salimos de madrugada de aquella mañana gris de primeros de noviembre para recorrer todos los kilómetros que nos separaban del pueblo, en aquel día marcado para todos en el calendario.

Era un viaje largo pero reconfortante, un día dedicado a los que no están físicamente, pero que llevamos siempre en el pensamiento, un recuerdo para los que se han ido ya, un encuentro con el pasado y con el presente, y un momento para enfrentarse con la cruda realidad.

Una realidad, un espejo en el que todos, unos antes y otros más tarde, sin duda nos miraremos.

Llegamos a aquel camposanto bajo la mirada del viejo campanario, detenido en el tiempo, rodeado de piedras y pizarras superpuestas que parecían mantener su muro en pie casi de milagro.

 Se accedía a través de una puerta desde el interior de la iglesia que se abría en contadas ocasiones, entramos y pudimos observar un mar de pizarras, granitos y mármoles, de cruces y panteones desiguales que se extendían y que invitaban al pensamiento y al recogimiento.

Y bajo aquel cielo triste y oscuro vimos fechas, nombres, epitafios y edades que parecían reposar sobre las lápidas en un ambiente de absoluta calma que nos recuerdan la fragilidad de la vida y la levedad del tiempo.

Y allí los familiares que se afanaban por mantener adecentadas la últimas moradas donde descansaban para siempre en silencio, antepasados que en su día lo fueron todo para nosotros.

Lágrimas secas, oraciones, flores y velas encendidas para el recuerdo, para ellos.

Una muerte le debemos a Dios… descansa en paz… no te olvidan… el alma nunca muere… vuela alto…que la tierra te sea leve… inolvidable … y otras tantas frases al cielo, palabras de agradecimiento, de consuelo que sembraban de poesía y de nostalgia aquel camposanto bajo la mirada de aquel viejo campanario.