El magosto
Con las últimas lluvias de agosto y de primeros de septiembre, los castaños agradecieron el agua que refrescó sus hojas y raíces, dando un vigor nuevo a sus ya avanzados frutos, produciendo una cosecha óptima aquel año.
En otros años anteriores debido a las altas temperaturas, dentro de la castaña proliferaban los gusanos. Pero en este año en concreto, además de buena calidad también lo eran en cantidad.
Y como ya era costumbre desde hacía muchos años, en aquel pueblo, por todos los Santos, se hacía un magosto popular, donde cada vecino, aportaba un poco de su cosecha, mientras otros lo hacían con el vino, de la cosecha reciente, o incluso de la pasada, con dulces de diversa índole, que las más avezadas amas de casa preparaban.
Para hacer la hoguera a la que luego los habitantes del pueblo se sumarían, había que acarrear leña, y eran los jóvenes del poblado, los encargados para tal fin.
Estos, se encargaban de conducir un carro que en otras ocasiones eran tirados por bueyes, vacas o mulos. Por la festividad de todos los Santos y ya terminada casi la recogida de las castañas, ellos eran los que tiraban del vehículo.
Comenzaban llevándose el carro, lo más nuevo posible, no destartalado, que fuese ligero, y además rodase bien.
Ese día, todos los muchachos de catorce años en adelante y no estando casados, harían rodar la carreta. Un grupo tiraba de la parte delantera y guiaban, otros a los lados, del armazón (llamado en algunas zonas «varal»). Y otro grupo, de la parte trasera, que empujaban o tiraban hacia atrás, dependiendo si la pendiente, había que bajarla o subirla. Algunos previamente ya había salido un poco antes, armados, con hoces, machetes, sierras de mano, cuerdas y de más utensilios (más tarde ya con motosierras), para tener cortado parte de los árboles, que luego se quemarían en la hoguera. Casi siempre era leña de encina («carrascas», palabra autóctona) o roble que en la zona abundaba, en otras ocasiones, eran árboles viejos y caídos por causa de fenómenos naturales, tormentas, vientos etc, en estas ocasiones los castaños eran los más frecuentes.
Por esas fechas la luz solar ya se había reducido bastante, había que salir a buena hora, para próximo el ocaso, estar ya con los troncos amontonados para ser encendidos. En ese año concreto se demoraron bastante. El día estaba gris, amenazando agua en cualquier momento, a pesar de no haber caído una gota. Cercanos a las inmediaciones del pueblo, la tarde se oscureció por completo. Los muchachos sudorosos por el esfuerzo, vieron como el carro no seguía las rodadas, y en un pequeño tramo de rocas dando un bote, se les fue de las manos, volcando con la carga.
Los que siempre tiraban de la carreta, maldijeron su suerte, otros no dejaban de protestar, la gran mayoría se partía de risa.
Mientras en torno a la plaza los vecinos salían a ver como iban los tramites de la hoguera, acercando cada uno sus dádivas, al llegar allí estaba la plaza sin leña y unos a otros se preguntaban que sucedería.
Después de un buen rato, algunos jóvenes aparecían arrastrando un número de palos, otros le seguían con lo que había quedado en el carro, exhaustos y sudorosos.
Sus convecinos mientras tanto murmuraban: ¿Cómo yía pusible que a esta hora y nun haya fugueira?
Debieron ir lejos, o a lo mejor se tumbaron a la bartola. No faltaba, quien por lo bajo decía, “tiraronse a la bartola”…
Más tarde de la fecha prevista, el cúmulo de árboles talados, comenzó a arder, encendidos por la mano experta. A un lado de la hoguera, en otro pequeño fuego se chamuscaban un poco las castañas, para luego taparlas con un poco de ceniza y brasas, para que se hiciesen lentamente.
La mayoría de la vecindad estaba esperando, el momento de comer el magosto, acompañado de unos traguitos de vino, ya que la situación lo requería. Como esta vez, se retrasó el encendido de la hoguera y la espera se hizo larga, algunos, ya habían empinado bastante el codo, y antes de saborear los frutos asados, ya cantaban y reían, augurando tal vez, una festividad alterada.
Cuando se quisieron, saborear las castañas, la mayor parte de los dulces, se habían evaporado, y del vinillo otro tanto, por lo que los encargados, recurrieron a sus barricas a buscar más. Próximo a media noche, ya los cánticos desafinaban por todos lados, y una buena parte del personal, estaba eufórico, con ganas de jarana. No faltaron las pandereteras, que a son de estas y de palmas, hacían menear el cuerpo a los más avezados bailarines. Algunos a mitad del baile, apoyaban la cabeza, contra el acompañante, para dormitar la modorra que se avecinaba. Otros en cambio, se movían a una velocidad endiablada, dando vueltas, para en un descuido, al menor desnivel caer al suelo, con las consiguientes carcajadas de los espectadores. Había otro grupo no menos numeroso, que no hacía nada, expectantes a lo que los demás hiciesen, y, aún pareciendo que no habían roto un plato, no dejaban de murmurar.
Al avanzar la velada, la gran mayoría se retiraba a sus aposentos, pero algunos, amigos de la farra, estaban hasta que no se tenían en pie, provocando algún que otro altercado, por la más pequeña nimiedad. Como la cordura no acompañaba, cualquier cosa por insignificante que fuera, era tomada como algo de mención especial.
No faltaron los encontronazos, y ya muy de madrugada, los más noctámbulos regresaban al nido, aunque no en las condiciones idóneas.
A pesar de las trifulcas, la sangre no llegaba al río y para el próximo día había que revisar conductas y pedir disculpas si la situación lo requería.
Después de la celebración no eran muchos los que se aventuraban a madrugar, solo los canes, famélicos sorteaban los rescoldos que quedaban, por si había sobrado alguna castaña. Los de mejor olfato, y con mayor apetito siempre se adelantaban, cuando llegaban los demás ya no había nada que buscar.