El seranu

El doctor don Vicente

Nada más acabar la carrera, deseaba incorporarse al mundo laboral, más con la profesión que tanto amaba. Le dieron plaza en una comarca, alejada de cualquier ciudad importante. La zona era de difícil acceso, por las malas comunicaciones, y por estar a más de novecientos metros sobre el nivel del mar, los pueblos más bajos, los de mayor altitud rondaban casi los mil doscientos metros. Así que residía allí casi todo el año, menos en vacaciones, que otro lo sustituía.

La comarca, en si, estaba alejada del mundanal ruido, con las crestas de la montañas con nieve hasta casi bien entrado el mes de Junio. Con el bullicio propio, de un pequeño río de aguas cristalinas, la salida y el regreso de los rebaños de ovejas y cabras, las vacas que pastaban en los prados, que rodeaban el pueblo, y los gallos, que como no, hacían de despertadores matutinos.

La primera vez cuando llegó en sus Citroen dos caballos, regalo de su padre, y miró a su alrededor, a punto estuvo de salir corriendo, el corazón se le encogió en el pecho y la moral se cayó a los pies. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para enmarcar en su rostro una sonrisa.

Como no había casa para el médico, tuvo que alojarse en la única pensión que había en el pueblo más grande de la zona. Este era pensión, bar, tienda, etc. ¡vamos que servía para todo! Le asignaron una habitación en el segundo piso, con un baño más bien modesto, que tenía que compartir con dos maestros que se hospedaban allí, e impartían clase en los pueblos de al lado.

Más de una vez se sorprendió reprendiéndose, por haber aceptado la plaza sin visitarla previamente. Pero ahora estaba allí y no había marcha atrás, tocaba mirar para adelante.

La consulta, la tenía en un pequeño local dentro de la casa consistorial. En los otros pueblos, que no eran ayuntamiento, en una habitación vacía de la escuela, o la casa del pueblo. Un día a la semana, visitaba a sus enfermos en cada pueblo, eso, si las condiciones climatológicas lo permitían.
La mayoría de sus pacientes, necesitaban seguimientos básicos, lo normal en gente mayor. Los jóvenes casi no se dejaban ver, no siendo alguno con otro tipo de dolencias más graves.

Al principio le costó entender las palabras propias del dialecto hablado en la zona, pero con poco de atención, enseguida lo fue entendiendo.
Cuando ya llevaba un tiempo, y cogió sus merecidas vacaciones, se extrañó al darse cuenta, que lo que los primeros meses le pareció un castigo, hoy casi lo echaba en falta.

No fueron unos comienzos muy halagüeños, pero después de casi un año, ya conocía a la mayoría de los habitantes, unos por acudir, a su consulta, otros por compartir horas de ocio. Se sentía a gusto a pesar de las pocas comodidades, pero lo compensaba, con la placidez de sus días, y la generosidad y benevolencia de sus gentes.

Don Vicente, al segundo año adquirió una casa con parte de una pared derruida y la restauró, la mayoría de sus pacientes le echó una mano en las labores. ¡ Quien lo diría!, él, que nada más llegar ya quería marcharse.

En la nueva casa, puso la consulta, y con ella llegó la esposa del doctor, que como él en sus comienzos, le disgustó bastante el lugar. Pero con el tiempo fue adaptándose. Raro era el día que a su consulta, no acudían los pacientes, que además de hacerse mirar, portaba un obsequio para el doctor. Patatas, vino, carne de la matanza, orujo, etc. cada uno lo que podía.

Un día de finales de mayo, entre el grupo de pacientes que llenaban la sala de espera, divisó a una señora llamada Rosario del pueblo de al lado, que espera su turno. Cuando le tocó entrar iba cabizbaja, y el médico pensó que algo malo le pasaba, ya que siempre que la veía, la risa estaba asegurada, por lo alegre y dicharachera que era. Nada más sentarse, le dijo: ¡ Ay don Vicente como me “duel el pescuezo”! ¿Pero que le pasó Rosario? ¡ Si está usted como una rosa! ¡Mírese que mejillas más coloradas! Ya, ya los colores “non tienen nada que ver, lo que me duel son as pipas del pescuezo, que non me deixan revolverme pa ningún lau”. ¿Qué dice de las pipas, ¿pero que son?. Eso, as pipas del pescuezo. Pero,.. ¿ Que pipas?, ¡yo solo conozco las de comer! Y esas a usted no le duelen. Llama Rosario a la nieta que la acompañaba y dice; Milagrines, dile a don Vicente o que son as pipas, que non me entiende.

Milagritos la nieta, le dice al doctor: Mire don Vicente; desde que el otro día sembró a azada un trozo de habas, por no esperar que la ayudaran, los tendones del cuello los tiene duros e inflamados, y no se puede casi girar. Rosario, prosigue sin dejar hablar a la muchacha, acostumbrada a mandar, y hacer su voluntad. ¡Tenía you buena espera!, tú fuste con María, que ya sabes que non me gusta nada, tou padre a u traballu,; tua madre, estaba algo maluca. Así que, sembreí a envenga, sola, y ya esta feito.

El doctor comenta; Rosario; tiene razón Milagritos. Las cosas se hacen poco a poco y con cuidado. Uste tamien vai a darle a razón, ¡ lista estoy!, añade Rosario. Mire que le digo, don Vicente, amin deme algo pa que non me duela, y na más. Recéteme una untura y asunto concluiú. ¡A ver Rosario1, dice el doctor: La pomada no va a quitarle la inflamación, ni la rigidez, si acaso, le quitara algo el dolor. Pues con eso basta. Déjeme a min de pastillas, que igual me llevan pal outro barrio. Anda Milagrines, dale esa cañada de vino al don Vicente,y vamos que hay prisa.

Salió la anciana junto a la joven, mientras el médico sonreía para sus adentros, Rosario no era fácil de manejar, pero además de carácter, era extremadamente generosa.

Los años fueron pasando, y el doctor siguió siendo el médico de la zona, a pesar de ya rondar la jubilación. Como bien decía: “de allí no se iba hasta que lo llevaran”.