El seranu

Dolorosos recuerdos

Mientras los habitantes del pueblo en gran mayoría acudían a la fiesta de otoño en las proximidades, después de ya recogidas las cosechas, iban más relajados y despreocupados, porque el trabajo estaba hecho. Todos con sus mejores galas y la sonrisa en los labios. Solo la familia de Adela, no compartía el evento. El ama de la casa acababa de morir de unas fiebres malignas, dejando a su esposo y a cinco niños, la mayor Adelita, con solo diez años. Sus cinco retoños y su marido se habían despedido, cuando las fiebres le permitieron estar un poco tranquila, ya que solo deliraba.

Adelita en adelante sería la encargada de sus hermanos, olvidándose de la escuela, en la que disfrutaba de tantas cosas que cada día aprendía y de lo mucho que ignoraba. A partir del fallecimiento de su mamá, la chiquilla cambio sus juegos, por responsabilidades, cuidando a los demás que la seguían incluido el menor de solo un año de edad. Este pequeño, debido a los ropajes que le ponían siendo bebés, intentando que las piernecitas no se arquearan, los envolvían desde la cintura a los pies bien apretados, hasta que el momento que se sabía que ya podía andar. Cuando la hermana mayor, ahora venida a madre desenvolvió al chiquillo, lo posó con los pies en el suelo, mientras le asía de los brazos, éste empezó a caminar todo alborozado, la chiquilla reía y lloraba a la vez, sintiendo la perdida de su querida madre, lamentando los reveses de la vida. Esa clase de envoltorios eran llamados en lenguaje coloquial (burrullo, ó niños de burullo, para decir que eran bebés).
Adelita, se tuvo que hacer cargo de la cocina, y alimentar a sus hermanos, con la precariedad de aquella época.

Recordaba el más pequeño, hoy un anciano al final de sus días, que cuando hacía el caldo su hermana, en aquel ennegrecido pote y ellos hambrientos, nada más empezar a hervir la verdura y las patatas, aún duras o (rolizas como él contaba), introducían la mano dentro del pote, aún a riesgo de quemarse, y saboreaban aquellas berzas y patatas, a medio cocer en el mejor de los casos. Al sentarse a la mesa ya solo quedaba el caldo, los tropezones se habían esfumado. Adelita la hermana, se enfadaba, llorando por que no sabía que hacer, entre protestas del padre y la inquietud de los pequeños. Con la nueva jornada la escena se repetía, siempre era la misma dieta, casi nunca variaba.
Entre comida, aseo del hogar y lavar ropa en aquellas cristalinas y frías fuentes, la pequeña Adelita, no tenía tiempo, ni siquiera para ella, olvidándose de su niñez y de sus juegos, haciéndose adulta de un día para otro, para lo que no estaba preparada.

Ropa no era mucha la que poseían, una muda para días especiales, y luego, como Eleuterio decía; una en la piedra de la fuente y otra en la piel. Para facilitar la labor, tanto a los niños como a las niñas, en verano, se les ponía un baby ó mandilón, sin ropa interior, para facilitar la salida de desechos, sin tener, que lavar más prendas. En el invierno, era otra cosa, a los niños se les ponía un pantalón con abertura, para la orina y las heces, a las niñas unas polainas o leotardos, con el mismo sistema, y por encima el mandilón para todos, hasta que no eran autónomos, para controlar los esfínteres. Y como recordaba con una sonrisa triste, no exenta de dolor, el anciano Eleuterio, casi todos en el pueblo, estaban igual, no siendo los más pudientes. Yo, decía tenía un ruido de tripas con el hambre, que cuando empezaban las manzanas y algunas frutas, a ser un poco más grandes que una nuez, aún verdes, subíamos a los manzanos de las casas mejor dotadas y comíamos, aunque luego doliese la tripa. Por la noche, guiándonos por los sitios conocidos, no dejábamos melocotones, peras, ni manzanas, que viésemos y hubiese forma de cogerlas.

En algunas ocasiones muy especiales, que el patriarca traía pan blanco de la villa, nada más llegar si no tenía cuidado, en pocos minutos se había agotado.
Cuando iban a la cantina a pagar, lo que sacaban fiado durante el mes, él o alguno de sus hermanos, sin conocimiento de los mayores, cogían alguna cosa la mayoría de las veces, latas de conserva, que con la ayuda de un objeto punzante, lograban abrir y entretener a sus hambrientos estómagos.

Adelita y el progenitor, no se cansaban de repetir; que no se debía coger nada de nadie, que si no te llevaban los guardias, e ibas al infierno, pero con una pequeña sonrisa comentaba: «nun hay pior enfermedá, que a fame en un corpo sano».

Lo que más hería a Eleuterio, era el recuerdo, del poco cariño recibido. De madre ni se acordaba, tan solo como una especie de neblina, y unos ojos azules, de padre trabajando desde antes de amanecer, hasta entrada la noche, cansado y con pocas ganas de nada. Adelita, intentaba repartirse para todos, aunque ella misma, era quizás la más necesitada.

Hoy, a sabiendas de que es el último de los hermanos que todavía sigue, estando en su recta final, no deja de recordar aquellos tiempos, con una pequeña sonrisa, aún a sabiendas de lo triste de su vivencia. Ojalá no vuelvan esos tiempos, comenta: «ya ves, éramos cinco, cabíanos todos de baxo de un cesto».

Foto: Luis Buñuel (Las Hurdes, tierra sin pan)