El seranu

De regreso

Había visto la luz a mediados de los cuarenta., cuando las primeras sombras de la tarde, acudían puntuales previas al anochecer. Una tarde de finales de otoño, concretamente a primeros de noviembre. Aquel día había amanecido gris, plomizo, con una lluvia fría, amenazando una primera nevada. Allí en lo más alto del valle, descansaba la aldea, con un puñado de casas desperdigadas a izquierda y derecha del riachuelo. Al fondo el Teleno se erigía, como un guardián. Tanto montaña como pueblo, se encontraban frente a frente, siendo imposible no mirarse.

Gines, desde sus primeros pasos en la pequeña aldea, aprendió a amar y respetar a la montaña, zambulléndose en sus sabias lecciones. Sabía los días y las horas que eran mejores, para alcanzar su cima, tanto de una vertiente como de la opuesta. Al alcanzar la cima, dejaba posar sus ojos, recreándose en la visión, que el punto más alto que el Teleno le ofrecía. Conocía sus rutas, senderos, arroyos, y oquedades, hasta sabía más que la mayoría donde en otras épocas, otros pueblos primero, habían recorrido esos mismos lugares que tan bien él conocía.

En sus primeros años de infancia, acompañado primero, luego ya solo, pastoreó el ganado que tanto sus progenitores como sus convecinos poseían. Desde allí, desde la cumbre, la visión que la montaña le otorgaba, le hacía pensar en otros lugares más fructíferos, donde la jornada diaria fuera, menos agotadora y más abundante.

A principios de los sesenta, con tan solo catorce años, una maleta de cartón gris, metida en la alforja, como contrapeso de éstas, a falta de enseres, una piedra. Emprendieron el camino, el muchacho, su padre y el caballo, avanzando antes de salir el alba, a través de brezos y jaras por el camino que les acercaba a la capital maragata, para subirse el joven al tren que salía de Astorga a las nueve de la mañana, teniendo como destino la capital de España.

Como habían avanzado ligeros, llegaron con tiempo a la estación. Antes de coger el tren degustaron una taza de chocolate con unos churros, algo grasientos que al joven Gines le supieron a gloria y despedida, en la cantina que frecuentaban cuando visitaban la población astorgana. Hasta allí le acompañó su padre, de ahora en adelante tendría que arreglárselas solo, en la gran ciudad. Contaba con una oferta de trabajo de un vecino del pueblo cercano, de momento no sabía más todo eran incógnitas.

Después de la despedida de su progenitor, subió los escalones de la locomotora que le llevaría a una nueva vida y a una ciudad de la que casi no había oído hablar. Con un nudo en la garganta trató de recomponerse, comportándose como un hombre, a pesar de ser solo un niño. La cabeza le daba mil vueltas, mezcla de entusiasmo y temor por la nueva situación. A media mañana, después de muchas cavilaciones y situaciones imaginadas, se adormeció acompañado del traqueteo del tren. Cuando sus ojos se abrieron de nuevo, una infinita llanura lo rodeaba por todos lados, vislumbrando pequeñas aldeas que como motas de polvo destacaban en la planicie amarillenta.

Ya avanzaba la noche cuando arribó en la estación del norte, con un bullicio y trasiego de mercancías y personas. Al cabo de un largo rato, y observando a que apareciese una cara conocida, se encontró con los ojos de su contacto en Madrid, para que le pusiese al tanto de la nueva andadura. De nuevo se subieron a un abarrotado autobús, que por largo rato les condujo por un sinfín de calles y avenidas, con los edificios más altos que el joven Gines había visto. Previa la media noche llegaron a las afueras de una gran urbe y después de caminar un trecho entraron en un edificio, donde le asignaron una minúscula habitación con un pequeño catre, una silla, un armario desvencijado, con un espejo descolorido en su única puerta, en la pared del fondo una pequeña abertura que hacía las veces de ventana, por donde se vislumbraban las luces de la ciudad.

Debido al viaje, se quedaba dormido con la ligera cena que la patrona le ofreció. En cuanto colocó sus pertenencias en el armario, no tuvo tiempo de sentir el roce del colchón, ya que a los pocos minutos dormía a pierna suelta, el día siguiente sería otro día y el comienzo de su nueva vida.

Trabajó de sol a sol, con lluvia y frío abriendo nuevas vías de acceso a la capital, y acondicionando dichos viales. Quince años más tarde de llegar a la capital, ya era copropietario junto con otros dos socios de una empresa dedicada a construir caminos y carreteras. Más tarde se quedó él solo con sus hijos. Hoy es un conocido y refutado empresario, que cada quincena, deja en manos de sus hijos los pormenores del negocio, para pasar casi en soledad, con tan solo cuatro habitantes más de la aldea, la quincena de cada mes que le corresponde estar en su amado pueblo, luchando por las mejoras que incluso él realiza, para que el lugar de su nacimiento, no se abandone y no permanezca en el olvido.

Se dirige a instituciones públicas, cuando no le escuchan, realizan la mayoría de las labores entre todos los habitantes. Solicitudes de alumbrado público, luz en los hogares, accesos a la aldea y mil cosas más, mientras tanto en las horas de mediodía y al atardecer, cuando nada le importuna toca la flauta y el tamboril, que de pequeño aprendió observando a los suyos, mientras debajo del emparrado mira al cercano Teleno que desde la vertiente opuesta alza su imagen, oscura e imponente, cuando las sombras persiguen a la luz al finalizar el día.
Para en la próxima quincena, irá a la capital a revisar sus negocios, regresando a su amado pueblo en la quincena siguiente, deseando que sus raíces no caigan en el olvido.