El seranu

¿Tenemos un destino?

Era la primera vez que habían acudido los tres, a celebrar la fiesta de la Encina, en Ponferrada. Venían desde su pueblecito Enrique, Matilde y su pequeña hija Lucía, que acababa de cumplir sus cuatro años, se hospedarían en la casa de un tío en el barrio de La Placa. La pequeña era la primera vez que viajaba en coche, un autobús que venía del Barco de Valdeorras, hasta Ponferrada. Para acceder a él, había que caminar un pequeño trecho desde su pueblo.

La pequeña Lucía recuerda con extraña claridad aquel día, donde junto a sus padres, comió su primer helado, y hasta se subió a los caballitos, algo que fue toda una hermosa aventura.

Enrique a pesar de ser de una familia modesta, trataba de hacer pequeños obsequios a su hijita, a la que adoraba. Ésta siempre recuerda, lo cariñoso que era, y antes de irse a trabajar, aunque estuviese dormida, depositaba un fuerte beso en su carita. La niña, casi siempre se enteraba, aunque fingiese estar dormida.

Allá por el año cincuenta y siete Enrique comenzó a trabajar en las primeras canteras que abrieron en Liarellos, en la zona de Valdeorras, pero como no era mucho el salario, se aventuró, junto con un amigo del pueblo vecino, a trabajar, en la construcción de los canales que abastecerían a las presas que se estaban haciendo a lo largo del río Sil en su camino hacía Orense.
Estuvieron allí por algún tiempo, el amigo de Enrique en un fatídico accidente falleció. Debido al percance los familiares de Enrique, no descansaron, hasta convencerle de que dejase esa labor, ya que era muy arriesgada, convenciéndole de que regresara de nuevo a la cantera. Éste presionado por la familia, aunque el salario era bueno, decidió regresar a la pizarra, sobre todo para poder estar más cerca de su pequeña.

Allí comenzó de nuevo a trabajar en la cuadrilla con su cuñado y su hermano, haciendo unos destajos, sacando un sueldo de catorce mil pesetas, que en la década de los sesenta era un buen salario, aunque para ello tuviesen que barrenar y perforar a mano, para meter cargas explosivas que abriesen la roca, mientras un pequeño reguero de agua, caía sobre ellos.
Enrique no tuvo mucho tiempo de saborear el aumento de sueldo, ya que a los doce días de incorporarse a la pizarra, desde ese reguero se precipitó, una piedra que le voló la tapa de los sesos. Las condiciones de seguridad eran nulas, y la mayoría trabajaba, sin contratos acreditativos, a veces solo con acuerdos verbales. Enrique, llevaba pocos días y como los dueños, de la explotación eran de la familia, habían acordado de palabra, su labor.
Su hermano y cuñado, vieron como a escasos metros de ellos Enrique perdía la vida. Una escena que ante el paso de los años sigue presente en su memoria.

El grupo de la cuadrilla del destajo, ante la situación, en una única y pequeña camioneta, que hacía el transporte de la pizarra elaborada, lo llevaron camino de casa, para no tener que dejarle allí, en espera del forense que venía de la capital orensana. Un compañero de trabajo fue en bicicleta hasta el Barco de Valdeorras a avisar al forense. Aunque debido a las malas comunicaciones, dependiendo de la zona y el trabajo, éste podía demorarse de uno a dos días.
El pueblo donde residía Enrique se asentaba, en una pequeña loma, dividido por un reguero del que solo corría agua en épocas de lluvia. Su familia residía en la margen izquierda, en lo alto de la ladera, la casa más próxima a la carretera que circunvalaba la población
Desde la ladera opuesta unas muchachas dieron la voz de alarma, al ver parar la camioneta, y descender un cuerpo, que entre un grupo portaba. El trecho que tenían que caminar hasta en hogar, eran unos trescientos metros, y la pequeña Lucía que jugaba en la era cercana, al oír los lamentos, se encaminó camino arriba. Vio como un grupo de hombres corría en dirección, hacía donde ella subía. Al llegar a su altura, pudo comprobar como traían a su papá que parecía estar dormido. Al ver a la niña hicieron ademán de pararse, y ella sorteando las piernas de lo que parecían ser un grupo de gigantes se acercó a su padre, depositando un beso en su cara, la que sintió fría recordaba… aunque ella creyese que dormía. Enseguida su tío la cogió en brazos, alejándola de la escena, no sin antes comprobar, como unos le asían por brazos y piernas, mientras su otro tío le agarraba la cabeza, recuerda… Al verla, algunos se habían puesto a llorar. Más tarde para alejarla del suceso, se fue para casa de una prima, algo que a Lucía le encantaba, aunque ese día no era fiesta, ni sus padres estaban ausentes. Empezó a gimotear, pues llevaba allí dos jornadas, y sus padres no venían a buscarla. Sentía miedo, y aunque la familia de su prima la querían mucho, aunque ahora la miraban distinto, y ella estaba asustada.
Desde ese día, no volvió a ver a su querido papá, ni sentir el calor de un beso, en su carita cada mañana. Todos le decían que le había llevado Dios al cielo.¡ Ella le echaba tanto en falta!. En su mente de niña se preguntaba…¿Cómo puede ser Dios tal malo y dejarme sin papá? . Una pregunta que aún hoy no tiene respuesta.
Esa mañana del once de septiembre de mil novecientos sesenta y tres, quedaría grabada en su memoria, a pesar de su corta edad.

A partir de ahí, obligada, por su familia materna, dejó de acudir a la casa de sus familiares paternos, a escasos cien metros de la de estos. Dejó de jugar con su prima y su primo, un poco más pequeños que ella.
Su familia paterna, contrato a un abogado, pero dado la situación nada clara del percance, alegada por la empresa, y el testimonio de unos obreros, Matilde con tan solo veintiséis años, paso a ser viuda, sin pensión de viudedad, y Lucía huérfana, sin pensión de orfandad.

Una situación complicada para Matilde sin un trabajo estable y con una hija a la que atender. A pesar de la ayuda de su familia, y el intento de la familia política, cinco años después tomó la decisión de casarse con un viudo, que ostentaba un negocio floreciente, en las cercanías de Ponferrada.
Enrique había sido su gran amor, pero por ofrecerle un porvenir a Lucía se casó con él. En sus recuerdos comenta, aunque ya sus ochenta y seis años le resten lucidez, que gracias a su segundo esposo, su pequeña tuvo unas oportunidades, que en otro caso hubiesen sido imposibles.
Es verdad, que aunque siempre fue atento y bueno ella. , nunca estuvo enamorada de él. Matilde intentó hacer siempre lo mejor, incluso siendo madrastra de tres muchachos ya mayores, de los cuales uno solo permanecía en casa. Y aunque le recuerda con cariño y agradecimiento, nunca pudo suplir su primer amor.
Hoy en la recta final de su vida, desde la residencia en la que reside, Matilde solo se arrepiente de dos cosas, de haber convencido a Enrique de que volviese a la pizarra, sin las condiciones laborales requeridas, confiando el la buena fe de la gente, que en este caso había lazos de parentesco, y culpar a su familia política de lo sucedido. Sabiendo el dolor que unos padres y hermanos arrastraron, alguno de ellos como testigos presenciales del accidente.
La madre de Enrique jamás superó la perdida de su hijo, y hasta el día de su muerte treinta años después, no dejó nunca de recordarle, raro era el día que no sollozaba cuando aparecía el recuerdo en su memoria.
Lucía a punto de jubilarse, y Matilde desde su residencia, recuerdan aquel fatídico día del once de septiembre, del año sesenta y tres.
Para Matilde, la perdida de su gran amor. Para Lucía el recuerdo de un adiós, sin despedida, moviéndose entre unas piernas, que se asemejaban a gigantes, para la estatura de una pequeña de cuatro años. Preguntándose ambas:
¿SI ACASO TENEMOS UN DESTINO?