Santa Elena
La verdad es que cuando mi padre me contaba su devoción a Santa Elena nunca le presté demasiada atención.
Había salido de aquel pueblo llamado Lomba con 23 años camino de Montevideo el día después de la celebración de aquella romería en un viaje que nunca pudo olvidar dejando atrás a una madre a la que por desgracia nunca pudo volver a ver.
Formada su nueva familia en el Uruguay de los años 50, se encargó con esmero en inculcarnos a sus dos hijas las vivencias de su querido pueblo, de sus montes, de susgentes y de su Santa Elena querida a la que año tras año y a tantos kilómetros de distancia celebraba todos los terceros de mayo.
Nos contaba como nadie faltaba a aquella cita con la Santa a la que acompañaban desde el pueblo caminando por un valle silencioso hasta su pequeña ermita, con los músicos tocando, gente ofrecida que la seguían descalzos, y devotos venidos de todos los alrededores para hacerles sus peticiones y promesas.
Y en aquella su última romería antes de iniciar su viaje a otro mundo le prometió a su Santa que si ella le daba vida y suerte volvería a su encuentro para agradecérselo costase lo que le costase.
Pero la vida te lleva, te aleja, te arrastra por derroteros que se escapan a nuestro propio alcance y no siempre los caminos son fáciles de recorrer ni las promesas fáciles de cumplir.
Nunca volvió, nunca pudo hacer aquel viaje de vuelta, nunca el destino le facilitó el regreso, ni a su pueblo, ni a sus valles, ni a su ermita. Y quiso ese mismo destino o la mala suerte que su vida se fuese apagando lentamente tras una larga enfermedad.
Y mientras sus hijas le arropabamos en aquellos últimos suspiros de su vida, él nos hizo prometer que cumpliesemos su última voluntad.
Con lágrimas en los ojos nos pidió que le llevaramos de vuelta a su querida Santa a la que prometió volver y a la que tanta fe profesaba, que si no había podido volver en vida que lo hiciésemos después,… sin ella.
Faltaban unos seis meses para la llegada de la fiesta y aunque sabíamos que debíamos cumplir su deseo, nuestros quehaceres diarios nos tenía bastante distraídas en nuestra vuelta a la normalidad.
Hasta que una noche mientras cenábamos distraídas escuchamos un ruido en la casa que provenía del salón principal. La verdad que un poco asustadas entramos en él y observamos atónitas que de la vieja estantería llena de libros se había caído uno de ellos, no había explicación lógica de cómo aquella agenda que pertenecía a mi padre había ido a parar al suelo.
La recogimos y de entre sus páginas se deslizó una pequeña y antigua fotografía de nuestro padre a los pies de una ermita.
Las dos nos miramos fijamente a los ojos y sin decirnos nada supimos enseguida que debíamos preparar aquel viaje sin demora para cumplir su última voluntad. Y así lo hicimos, viajamos con sus cenizas coincidiendo con la festividad de la Santa.
Allí recorrimos las calles de su pueblo natal arropados por sus gentes, allí bebimos de sus fuentes, entramos en aquel viejo cementerio visitamos la tumba de su madre y recorrimos a pie aquel camino que conduce a su ermita.
Ante ella ofrecimos la urna con sus restos y seguidamente con gran emoción esparcimos al aire sus restos en aquellos montes.
Yo que tanto había viajado por el mundo entero, nunca había disfrutado tanto de un viaje como este.
Un viaje cargado de emociones, lleno de vivencias irrepetibles, un viaje a través de sus ojos, de reencuentro con las raíces ,un viaje desde y con el corazón y sobre todo un viaje por él y para él.