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Política, oro y propaganda: la guerra de Augusto a los astures para finalizar dos siglos de conquista romana de Hispania

Las Guerras Astur-Cántabras ofrecieron la oportunidad al joven Octavio de proclamarse Augusto en una maniobra política repleta de desinformación sobre una guerra durísima que inició por los laureles de la conquista de Hispania tras dos siglos de su inicio. Y el control de la mayor zona aurífera de la Antigüedad

“Toda Hispania está conquistada. ¿Toda? ¡No! Resisten a las armas de roma estas tribus del norte de iberia y esto se va a acabar, con una gran victoria de César”. Así, jugando con la gran frase de Astérix sobre los motivos para que Augusto señalara en el año 30 antes de Cristo un mapa el hueco que faltaba para la dominación romana completa (el imperium) de la península ibérica, podría explicarse a grosso modo el motivo de las Guerras Astur-Cántabras de entre el 29 y el 19 (o más allá) antes de Cristo.

Pero los motivos de aquel enorme conflicto, poco recordado como otros como Sagunto, Numancia o la revuelta de Viriato –más allá de un mero reportaje divulgativo como este que no se puede comparar a los grandes artículos académicos de históricos sobre el tema– fueron, obviamente, otros mucho más humanos y espurios: política, oro y propaganda.

Aderezado con una gran pizca de envidia y ansias de grandeza de César Augusto, el princeps vencedor de la Cuarta Guerra Civil Romana contra Marco Antonio y Cleopatra, para mostrar de una vez por todas que él era un gran militar como su tío: el divino Cayo Julio César. Y, de paso, tirarse el pote terminar una conquista que a Roma le costó nada menos que dos siglos… cuando toda la Galia –toda– había caído en poder de su padre adoptivo en siete años.

[Spoiler: en lo político le salió bien; pero en lo bélico, tuvo que ser su amigo Agripa el que solventara el lío en que se había metido]

El caso es que lo que hoy es la provincia de León (más el norte de Zamora y Portugal, las comarcas del Bierzo, las gallegas hoy de Trives y Valdeorras y la actual Comunidad Autónoma de Asturias; que conformaban el territorio astur entonces) entró de lleno en el tronco principal de la Historia por primera vez, por deseo único y exclusivo del que luego sería reconocido como primer Emperador de Roma. Y lo hizo a sangre y fuego consumiendo salvajemente los recursos de una Roma que creía que los años de restricciones habían terminado con la derrota de Actium en el año 31 a.C y el posterior suicido de Antonio y Cleopatra.

Un error que no había calculado el princeps aclamado por el Senado como el salvador de Roma (aún no se consideraba la palabra Emperador como hoy, al nivel de Carlo Magno, Carlos V o Napoleón, sino como alguien que ostentaba el mando de un ejército o el dominio de un territorio) y que provocó que uno de los números más grandes de legiones tuvieran que actuar durante varios años de forma soterrada en la zona astur –y la cántabra, ya que estos se vieron incluidos en la guerra sin comerlo ni beberlo, por el ansia de oro y gloria de Octavio– ocultándoselo durante casi todo el conflicto con burda propaganda (lo que hoy llamaríamos Fake News o posverdad) al pueblo de Roma; tras haberles mentido en el 26 a.C diciendo que volvía victorioso de la conquista total de Hispania.

¿Pero… por qué atacó Augusto a los astures?

No parece que hubiera una provocación directa de los astures y los cántabros a Roma. Llevaban muchos años en relativa paz, tras la última campaña en la que los romanos habían sometido a los galaicos en torno al 60 antes de Cristo. ¿Campaña que había realizado quién? Pues su tío Julio César terminando, qué casualidad, la anterior de Decimo Junio Bruto en el 139 en las Guerras Lusitanas; el abuelo de ese Bruto en que todos estamos pensando (menos, casualmente, el propio César cuando tocaba de verdad) ahora mismo.

[Desmentido histórico: los vascones, que tanto dicen la historiografía euskaldún que no se rindieron nunca a Roma, llevaban pagando impuestos y sometidos desde el 168 a.C, unos 150 años antes que los astures y cántabros]

Para entender la compleja posición política y personal de Augusto en esa época, hay que comprender su ascenso político al poder. Nacido en el año 63 a.C. como Cayo Octavio. Absolutamente desconocido, se dio a conocer en la vida pública romana por sorpresa a los 19 años, al conocerse que era el heredero principal del testamento de Julio César, asesinado en el 44 antes de Cristo (en realidad era su tío abuelo), que le nombró hijo adoptivo. Formó al año siguiente el Segundo Triunvirato —aunque en realidad fue el primero oficializado en la ya moribunda república romana, ya que el de Craso, César y Pompeyo era un pacto privado que Varrón en sus tiempos se denominaba tricaranus, o ‘monstruo de tres cabezas’ en latín— junto al segundo de su padre adoptivo, Marco Antonio, y Lépido.

Venció en la Tercera Guerra Civil Romana a la facción que asesinó a Julio César, y más tarde, como hemos contado, se deshizo de Lépido en el año 36 y se enfrentó cuatro años desués a Marco Antonio y Cleopatra, a los que derrotó en el 30 a.C. dominando la política romana como princeps [que significa la figura principal política, el primero de todos] hasta que, aprovechando la guerra contra astures y cántabros fue nombrado Augusto en el 27 antes de Cristo (o A.E.C, ‘Antes de la Era Común’) en una maniobra propagandística con una mentira enorme como vencedor y conquistador de Hispania, ya que todavía quedarían diez años –y el envío de siete legiones a la zona de operaciones– para que estuviera controlada.

Cayo Octavio, u Octaviano (odiaba ese nombre), era un joven enclenque con mala salud y escaso don militar. Todo lo que no era el ejemplo de romano fuerte y listo, como su padre adoptivo. Sin embargo, era un político extremadamente inteligente que consiguió traer la paz a Roma; por lo que fue aclamado. Lo primero que hizo fue cambiarse el nombre a César, aprovechando que había sido declarado su hijo póstumo. Lo siguiente, hacerse aliado de dos buenos generales, proclamando el triunvirato. Al terminar con los asesinos de César consiguió deshacerse de los dos y, prometiendo paz entre romanos, efectuó la jugada de querer retirarse… para que el Senado le rogara que no lo hiciera, nombrándole princeps.

Entonces, una vez controlada la política romana, como nuevo César, quiso demostrar que él era también un gran general… y buscó un pueblo que conquistar (algo que se requería para ser un gran romano) y, necesitado de oro, lo más lógico era conquistar las tierras auríferas de los astures. Así, sin comerlo ni beberlo –pese a algunas tensiones en años anteriores y las habituales incursiones veraniegas en tierras de vettones y vacceos– y sin mediar provocación sobre Roma… Cayo Octaviano César inició su guerra de conquista por motivos políticos.

Una guerra que arrastró a los cántabros, aliados naturales de los ástures al estar sólos frente a Roma, que no disponían de tanto oro –aunque en el alto Carrión se conservan restos arqueológicos de explotaciones auríferas como la de Camporredondo en Guardo–; pero que obviamente iban a terminar combatiendo juntos; y eso estratégicamente se debía de evitar a toda costa. De ellos, como eran más pobres y aparentemente más débiles [spoiler: no, no lo eran], se encargaría el propio César Octavio, y de los astures, otros generales.

El joven césar, con 34 años, buscó una victoria militar para afianzar completamente su poder político. De hecho comenzó las hostilidades en el año 29, con diversas victorias sobre estos pueblos prerromanos castreños en la zona de la meseta a la vera de las montañas. Irónicamente el mismo año en que declaró la Pax Romana. Dos años después, con la propaganda a tope de sus victorias en Hispania, se declaró dispuesto a conquistarla por completo –los romanos pusieron el pie por primera vez en la península ibérica, en 218 tras la conquista de Aníbal de su aliada Sagunto; lo que provocó la Segunda Guerra Púnica, narrada excelentemente por Ibán Martín en el podcast Roma Aeterna– y el Senado lo nombró Augusto [expresión latina que viene a significar ‘el que infunde gran respeto y veneración’].

Es decir, con la excusa de terminar la conquista de Hispania es cuando Cayo Octavio Julio César se convierte en el primer Emperador de Roma. Tenía 36 años y le quedarían cuarenta más de gobierno.

[Fun fact: a partir de ahí a Octaviano (odiaba ese nombre) se le conocería como César Augusto a lo largo de la historia, con tal fuerza que nombraron el mes sextilis (en realidad ya el octavo romano, como su nombre original, Octavio) en su honor como habían hecho con su padre adoptivo en el mes anterior, convirtiéndose en los únicos que continúan con nombre de personas reales: julio y agosto. Algún otro emperador quiso renombrar otros como Calígula (‘germánicus’, en honor a su padre, para septiembre), Nerón (‘neroniano’ para abril) y Domiciano (‘domitianus’ para octubre) también intentaron cambiar nombres de meses, pero sus intentos no prosperaron]

Un año después, en el 26 a.C, se trasladó en persona a la zona de operaciones cántabra a liderar la victoria y marcarse el tanto militar que le faltaba sin apoyo de su amigo Agripa. No saldría como esperaba, pero su máquina propagandística ocultó la terrible guerra que tuvo que afrontar durante diez años para terminar el trabajo de dos siglos para que Roma controlara a todos los pueblos ibéricos. Una especie de guerra de Vietnam (perdónese el presentismo, pero es para que el lector actual entienda de un vistazo lo difícil que fue aquella campaña, aunque resultara victoriosa) en la que tuvo que entrampar la mayor cantidad de legiones vista desde la conquista de la Galia para doblegar a un enemigo de Roma.

El oro de los astures

Pero en todo esto, sobrevuela otro de los factores fundamentales de la guerra contra los astures. Es lo de siempre: en cualquier investigación hay que tener en cuenta que “hay que buscar el dinero”. El motivo de las acciones humanas suele ser casi siempre ese. Y no sólo como moneda, sino que también el prestigio es un valor que te permite ascender socialmente y tener más capacidad de atraer riqueza. En este caso, Augusto (a partir de aquí se le nombrará así) ganaba las dos cosas.

Porque los astures eran un pueblo rico, con multitud de minas de oro en su territorio. Una circunstancia que también explica cómo pudieron resistir los embates romanos durante tantos años y quedar de los últimos en ser conquistados. No sólo comprando voluntades (a los romanos el aurum les gustaba tanto como a cualquier otro humano), sino también porque eso les permitía pagar el entrenamiento constante de sus ejércitos.

Es decir, mantener una casta guerrera alimentándoles y pagándoles el armamento, sin excesivos problemas. Esto es crucial para entender cómo pudieron resistir tanto: tenían dinero para pagar tropas entrenadas y bien armadas. Lo de los cántabros era otro nivel gracias a las montañas que llamamos hoy Picos de Europa, como se verá más tarde.

Ese oro era fundamental para Augusto, porque así podía con el dominio de aquellas minas auríferas (aunque los astures explotaban la zona de Las Médulas, esta mina todavía no sería lo que se conoce hoy como una de las más importantes del Imperio Romano ) mejorar las finanzas del Tesoro de Roma, que tanto había sufrido con medio siglo de guerras civiles y tener de sobra para gastarlo en grandiosas obras públicas en la Ciudad Aeterna.

Las tácticas de guerra local

Los astures y los cántabros eran pueblos castreños –no celtas, aunque, en otro presentismo divulgativo para entenderlo, tuvieran influencias de esa cultura como hoy los europeos la tienen de la cultura anglosajona de los Estados Unidos de América– que habían tenido contactos con Roma hasta el punto de haber apoyado a Sexto Pompeyo en su lucha contra Julio César. Aunque quizás la mejor definición sería llamarlos “simplemente astures” como defiende Alfonso Sánchez Pérez en su web astures.es, de imprescindible consulta.

Los cronistas romanos los llamaron así por ser los pueblos que estaban más allá del río Ástura (el actual Esla), ya que los ríos eran las verdaderas fronteras de la época y no las montañas, ya que estas se podían pasar –aún penosamente– incluso en invierno. Pero los cauces fluviales grandes y caudalosos era imposible sin puentes [en el caso de los cántabros, por la cordillera montañosa y el mar cantábrico].

Además, los consideraban unos pueblos extraordinariamente belicosos. Esto, que demostraron sobre el terreno, tiene que ver también con la propaganda: cuanto más difícil de vencer es un enemigo, mayor gloria se gana políticamente hablando.

Así, el historiador romano Dión Casio describe cómo cántabros y astures optaron por la guerra de guerrillas ante la superioridad de las legiones romanas en los primeros años del conflicto (sobre todo tras la conquista de Lancia en el 25 A.E.C), evitando así los combates directos en campo abierto. Conscientes de su menor número y armamento, supieron sacar partido al accidentado y montañoso territorio que habitaban. Allí, organizaban ofensivas veloces y sorpresivas, atacando con armas arrojadizas, emboscadas y golpes relámpago seguidos de rápidas retiradas, lo que les permitió infligir importantes daños tanto a las tropas imperiales como a sus vitales líneas de suministro.

Los hallazgos arqueológicos más recientes –como las de la arqueóloga formada en la Universidad de León Esperanza Martín– confirman que el avance romano hacia la costa se realizó por las crestas de los cordales montañosos, esquivando los valles densamente boscosos, espacios donde las legiones resultaban más vulnerables a los ataques imprevistos de los pueblos locales.

Las monedas y estelas antiguas testimonian la maestría de estos pueblos castreños en el manejo de armamento ligero, palabras también subrayadas por el poeta Lucano. La panoplia habitual de estos guerreros incluía espadas cortas, puñales, dardos, jabalinas, lanzas y pequeños escudos de madera –redondos u ovalados– llamados caetras. Como protección, portaban corazas de cuero o lino y gorros de piel reforzados con tiras de nervio. Uno de los emblemas del norte hispano era la bipennis, un hacha de doble filo tan singular como identificativa. Hay pocas armas de este tipo, aunque a día de hoy sean las favoritas, hipervitaminadas, de las ilustraciones de jugadores de rol, sobre todo para los enanos, y en los videojuegos. Por último, aunque no se conservan pruebas directas del empleo de arcos y hondas, resulta verosímil pensar que también formaban parte de su armamento.

También tenían una efectiva caballería, con caballos pequeños pero fuertes que eran perfectos para el llano y la montaña: los asturcones. Esta desempeñaba un papel fundamental entre los cántabros y astures, quienes combatían tanto a pie como montados y no era baladí su importancia porque suponía entre un 20 y un 25% de sus efectivos, una proporción significativamente mayor que la de los ejércitos romanos, donde los equites apenas alcanzaban entre el 10 y el 14% de sus fuerzas y solían ocupar un puesto secundario en la estrategia militar.

Esta pericia, sumada al dominio del terreno y a su movilidad, convirtió a cántabros y astures en adversarios temibles incluso antes los ejércitos más poderosos del mundo antiguo.

El ingente esfuerzo de guerra romano

Así, las guerras astur-cantabras tuvieron dos (o tres) etapas significativas. La primera, los tres primeros años, en la que los romanos consiguieron batir en campo abierto a grandes concentraciones de tropas en el llano. La segunda, en las montañas, de una dureza incomparable, hasta tal punto que exasperaron al mismo emperador. Tras dos años en el frente cántabro, desesperado por no conseguir objetivos, enfermo y exhausto, Augusto volvió a Roma en el 24 a.C. Eso sí, tras haber proclamado el año anterior la victoria.

La tercera, las rebeliones astures y cántabras que, posiblemente, se dieron más allá del 19 antes de Cristo, fecha en la que los historiadores romanos dan por concluida esta dificilísima guerra. En una de ellas, los cántabros humillarían a la Legio I Augusta capturando su águila en la zona de los actuales Picos de Europa tras rebelarse contra sus amos en Aquitania y volver a su territorio en una epopeya digna de una película. Algo que, es notable decir, supuso la primera pérdida de una águila de legión de Augusto, treinta años antes que las tres que perdió en Teotoburgo. En este enlace anterior se cuenta aquella historia, y cómo el gran amigo de infancia de César Augusto, el general Agripa (abuelo de Agripina, la mujer de Nerón), tuvo que solventarle otra vez el problema con una crueldad extrema para extinguir a los cántabros para siempre.

La balanza de fuerzas entre los pueblos locales y Roma era más equilibrada de lo que suele suponerse. Aunque los números varían según las fuentes y la interpretación de los restos hallados, estimaciones como las del arqueólogo Adolf Schulten sitúan a los astures en torno a los 240.000 habitantes, de los cuales entre 80.000 y 100.000 podrían haberse alistado como combatientes. Una barbaridad que la cuarta o quinta parte de este pueblo pudo combatir, cuando lo normal es una décima parte de soldados. Algunos cronistas romanos señalan que lo llegaron a hacer también sus mujeres; algo que, a día de hoy podría parecer un halago, pero todo lo contrario: era un motivo de vergüenza para los latinos y lo contaban con desprecio.

Los cántabros, por su parte, reunirían una población de entre 160.000 y 200.000 almas, con una fuerza militar efectiva que rondaría los 40.000 a 50.000 guerreros dispuestos para el combate, también una cuarta parte.

La organización y capacidad de resistencia de astures y cántabros no pasaron desapercibidas para los estrategas romanos. Las fuentes históricas describen cómo el mando imperial, consciente de la necesidad de fragmentar la respuesta frente a dos focos bien estructurados de resistencia, optó por dividir sus ejércitos. La mayor agrupación militar se destinó al frente astur, dada su superioridad numérica, mientras que un contingente menor afrontaría la ardua tarea de doblegar a los cántabros.

Las tribus locales pronto demostrarían su temple y su pericia bélica. Su eficacia en la guerra de guerrillas y la solidez de su resistencia en las montañas obligaron al propio Augusto a intervenir directamente en la campaña y a desplegar varias legiones de refuerzo en distintos momentos de una contienda que se alargó mucho más de lo previsto. Ante la calidad del adversario y la dificultad del terreno, la maquinaria militar romana, acostumbrada a victorias rápidas en otros contextos, tuvo que adaptarse y recurrir al máximo despliegue de recursos tácticos y humanos.

Esta movilización masiva, la mayor acometida militar del Imperio en la península ibérica, puso a prueba la disciplina y el aguante de las legiones frente a unas fuerzas indígenas mejor organizadas y motivadas de lo que la historiografía tradicional suele admitir. El conflicto, lejos de ser una simple campaña de conquista, se convirtió en una guerra total, marcada por asedios, emboscadas y una feroz lucha por el control del territorio norteño y completar la total conquista de Hispania.

Los romanos destinaron siete legiones a la guerra contra estos pueblos prerromanos de la Edad del Hierro. Una concentración militar nunca vista, salvo las ocho de César contra los galos. Cuatro para la zona astur y tres para la cantábrica, aunque una de ellas basculante dependiendo de las necesidades del momento. Para poner otros ejemplos, mucho más conocidos en series y películas, Tito usó sólo dos legiones para conquistar Jerusalem y acabar con la segunda revuelta judía en Masada. Sólo 120 años después, tuvieron que usar una mayor concentración de legiones, con las 14 que tuvo que desplegar Trajano para dominar a este fortísimo estado antiguo en las dos Guerras Dacias.

Esto supone una cantidad enorme de tropas, ya que las legiones solían ir acompañadas de tantas unidades auxiliares como soldados tenían. Y en esos momentos Augusto reforma esta unidad militar para que tenga seis mil soldados cada una (aunque había legiones con ocho mil, recordando las dobles consulares). Es decir, que como mínimo Roma destacó entre 70 y 80.000 combatientes. La potencia militar de Roma se impuso incluso con un enemigo que los superaba en dos a uno. Pero para conseguirlo, tuvo que desembarcar en las costas cantábricas con la flota que disponía en la Galia, la classis aquitania, para en un movimiento de pinza cortar los suministros a los indígenas de los castros en las cordillera y poder ir destruyéndolos mediante brutales asedios, y transitando por los cordales de las montañas– hasta llegar a la victoria aplastante del Monte Vindio; un lugar del que se desconoce su ubicación, y esta vez no es como la broma de la ciudad gala donde fue derrotado Vercingetorix [“¿Alesia? ¡No sé dónde está Alesia! ¡¡Nadie sabe dónde se halla Alesia!!”] por el divino Julio César en los divertidísimos cómics de Astérix.

Cómo sería la cosa de compleja, y la resistencia de estos pueblos astures, que Augusto dejó acantonadas tres legiones allí para conotrolarlos, dos de ellas durante más de medio siglo en la zona. La X Gemina en un promontorio que se convirtió en Asturica Augusta, la capital del convento astur que este fin de semana celebra la Fiesta de Astures y Romanos. Y la Legio IV Macedónica en Pisoraca (Herrera de Pisuerga, Palencia), donde permaneció más de cincuenta años. La tercera fue la VI Victrix en el recinto campamental que hoy es León. Castra Legio sería la capital militar de Roma en la península ibérica cuatro siglos, manteniendo una de estas unidades militares casi constantemente en su recinto, salvo un pequeño espacio de tiempo entre el 68 (en la que la Legio VI se puso a quitar y poner emperadores en Roma en el 69, Año de los Cuatro Emperadores) y el 74 después de Cristo en que se acantonó definitivamente la heredera de ésta e igual de golpista, la Legio VII Gemina que recibió de ‘premio’ un ‘funcionariado’ en obras públicas en Hispania) hasta el siglo IV o V de nuestra era en lo que más tarde sería la ciudad de León.

De estas dos maneras lo que es hoy León (y la antigua Asturia) entró en lo más granado del tronco principal de la Historia. Y todavía le quedaría protagonismo con el Reino Asturleonés durante cinco siglos de la Edad Media.

La propaganda del triunfo de Augusto en las Guerras Astur-Cántabras

Finalmente, tras muchos años de guerras y revueltas, Augusto conquistó Hispania por completo. Lo hizo de dos formas. Una, exterminando a los cántabros. La otra, sometiendo a los astures con la mano derecha de la fuerza y la izquierda de los pactos. Al final muchos de estos guerreros astures terminaron formando parte de las legiones, pasado el tiempo (como certifica el experto Narciso Santos Yanguas en este artículo académico), y fueron siempre considerados soldados de élite, tal era su cultura bélica.

Pero entre medias tuvo que usar su táctica más importante para conseguir el respeto y el Imperium Maximus como princeps de los romanos: la propaganda. El hijo adoptivo de Julio César mintió durante años asegurando que había vencido a los astures y los cántabros. Incluso llegó a cerrar las puertas del Templo de Jano en su regreso a la Ciudad Eterna en 25 a.C, cosa que sólo se hacía cuando Roma no estaba en guerra. Pero aún tardó diez años (o más) en controlar la situación, mintiendo descaradamente al pueblo romano que se preguntaba cómo se destinaba todavía tantísimo dinero y recursos a Hispania. Lo consiguió de aquella manera, y después tuvo que dejar acantonadas tres legiones durante todo su mandato en la zona (murió en el 14 d.C) para asegurarse de que lo había conseguido.

Eso sí, consiguió el premio final. Obtener los laureles como el conquistador de toda Hispania, una tierra que se había resistido como ninguna en toda la historia de Roma (dos siglos largos), y, lo más importante, el oro de los astures para su naciente Imperio. La victoria en las Guerras Astur-Cántabras, a base de lo que llamaríamos hoy Fake News. La gloria se la ha dado después la Historia.