El seranu

Odollo, 1979

Fiestas en La Cabrera. Un paupérrimo tablado y tres músicos de la zona. Guitarra, flauta, una batería que parece hecha con dos tamboriles y unos platillos viejos. Paisanos con indescriptibles atuendos y apelmazadas boinas. Mujeres de negro. Chicas celtas, alguna con anticuados estampados, otras con blusa y falda de vuelo. Boleros. Un ciego canta por su cuenta al son de la música. De una casa cercana sale un letánico lamento mujeril que no cesa. Se arma el baile. Una chica saca a bailar al estupefacto forastero. Todos lo celebran y le dan de beber un vino clarete y ácido. El ciego sigue cantando por su cuenta y algunos dicen que calle para que cante el de la batería. Cuesta pero, al fin, calla. No así la salmodia de la mujer, más desesperada que atribulada.

Es ya de noche y una luna del 2 de julio alumbra más que la docena de bombillas famélicas. El forastero invita a cerveza a la chica y a sus amigas. Es el más alto, el mejor alimentado de la reunión y el poseedor del único coche que en esa fecha estaciona en Odollo. No le dejan pagar y la familia de su bailadora quiere invitarle a su casa. Tras un par de negativas, cree que tiene que aceptar. La casa es de madera y pizarra. Los tablones del suelo están sin unir y, entre ellos, se cuela el vaho de la cuadra. Llega el cura. Es joven y hace una revista, Serano, que entrega al forastero. Tras el vino, clarete y ácido, le ofrecen un orujo. Las chicas siguen alrededor de él y, a menudo ríen. El cura le habla de la revista y de las costumbres de esos pueblos. El orujo le parece delicioso, repite y, con el calentor, casi agradece las palabras de una de las abuelas: “Dejad al hombre, que querrá bailar y divertirse”. Pero todos quieren hablar con él y, pese a la curiosidad, tratan más de justificar su pobreza y hacerle ameno el rato que de saber qué se le ha perdido allí. En su tierra ya le habrían sacado la filiación y hasta la cédula, piensa. Cuando al fin se cree en el deber de justificar su presencia: curiosidad, conocer otras tierras…, nadie, nadie le cree. Lo deja. Otra vez la abuela: “Dejad al paisanín, que ha venido a las fiestas”. Ve apoyado en la pared un “fuso” y pregunta si aún se hila. Una de las chicas se pone a manejarlo, cuando entra el ciego y se pone a cantar una especie de romance de bandidos. Lo echan, pese a las protestas del forastero. La del “fuso” lo coge de la mano y se lo lleva de nuevo a bailar a la plaza.

Son más de las doce y todos siguen pendientes de él. Con dos de las rubias celtas, va a la cantina saca quinientas pesetas y convida a todos. No se las cogen. Le dan más de beber y se sorprende de que casi todos hablen pero no a la vez, sino por orden. Está claro que, ante tanta atención, debe desvelarse. La palabra ha salido como al desgaire pero al fin ha comprendido. Estamos a un paso de Las Médulas y toda su mitología permanece incólume. El forastero es un enviado, un prospector de una compañía de minas y si anda por allí es en busca de ORO. Claro que sí. Revelado el secreto, todos lucen encantados de su perspicacia. Efectivamente, era lo que habían pensado. Pero nada cambia. Más vino, más baile, más buenas palabras y la luna, en su soledad, como casi todos, ríe.

Publicado en “Ducha escocesa. Román Ledo in memoriam”, Zaragoza, Certeza, 2008, pp. 119-126.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.