El seranu

Las alpargatas

Moisés era un chiquillo, inquieto, de grandes ojos oscuros, una mirada observadora, que nada se le escapaba. Era en mayor de los cinco hermanos, que su padre el maestro del pueblo trataba de sacar adelante, con la ayuda de su esposa.
Gracias a la labor docente del padre, sus tres hijos mayores, sabían leer y escribir, mientras los dos más pequeños, aún no tenían edad para ello.

En la treintena del siglo pasado, en las zonas rurales, no había muchas opciones de empleo, y como rezaba el refrán” Cobras menos que un maestro de escuela” en este caso se adaptaba muy bien el dicho a la situación.

Para ayudar en el alimento de los hijos, la madre, sembraba una huerta, pero con el trabajo de la casa y los hijos, no siempre podía atender debidamente la tierra. Entre que el tiempo no le sobraba y los terrenos del pueblo, no eran muy aptos, por el frío y la escasez de agua, la mayoría de lo sembrado, se malograba.
Sin embargo, era un buen lugar para el cultivo de viñedos, extendiéndose, por la ladera, buena parte de los cultivos.

Apurados, por la necesidad, echaron mano del mayor de sus hijos, o sea, Moisés.
Para arar las viñas, los propietarios de los viñedos, tenían una yunta de vacas o bueyes, y buscaban a chiquillos, que además de pagar menos por sus trabajos, eran incansables y no protestaban. Cuando le explicaron a Moisés que eran necesarios sus servicios, éste aunque le gustaba la escuela, se encogió de hombros, y aceptó la situación. El padre dijo, que por las noches a la luz de una vela, le enseñaría la lección.

Al día siguiente comenzó con su tarea, y para ello, su padre le compró unas alpargatas, para recorrer los viñedos. Estas habían sido compradas, con los pocos ahorrillos que le quedaban.
Aún no había despuntado el alba, cuando el pequeño frotándose los ojos, y con las alpargatas nuevas, salía junto a su padre de la casa familiar. Era el primer día y su progenitor quiso acompañarle, hasta el final del pueblo, a la casa del sacristán. Este era el mayor propietario de los viñedos. Después de intercambiar unas palabras, el muchacho salió tras los bueyes y el obrero que haría la labor.
Caminaron un trecho de camino, sin mediar palabra, el pequeño, aunque no podía asistir a la escuela, se sentía feliz, por ayudar en casa, además su padre había prometido enseñarle por la noche.

Los primeros meses de ese año, fueron poco lluviosos, y al abrir el terreno, salía una gran polvareda. Vio con los primeros pasos como las alpargatas, entre tanta polvareda y la dureza del terreno, no le durarían muchos días. Debido a eso tomó la decisión, de andar por la tierra descalzo, y las alpargatas las colgó al cuelo, atados por los cordones.
Estuvo toda la campaña, con el obrero del sacristán, hasta terminar, la labor. Su padre le enseñaba la lección cada día, aunque en más de una ocasión se quedaba dormido, debido al trabajo diario.
A partir de ahí en cualquier época si se le necesitaba era escogido para trabajar en las fincas del sacristán.

Su padre seguía cumpliendo la promesa dada, pero cuando se desató la guerra en España, las ideologías políticas y las rencillas hicieron que al regreso de la villa, un día de mercado, no llegase a casa. A la mañana siguiente fue encontrado muerto en un recodo del camino, que unía la aldea, con la villa.
Setenta años después, una tarde, de mediados de Marzo, sentado a la puerta de su casa, aprovechando el calor del sol, solo y con ganas de hablar. Me saluda, y sigue comentando. Yo deseaba irme, pero algo me retiene. La soledad de su mirada, me empuja a sentarme en la esquina del peldaño a su lado, más por verle allí solo, que por ganas de conversación. Sacude la cabeza, y va desgranando recuerdos, de esa niñez tan lejana, y con una sonrisa pícara, me enseña unas alpargatas de esparto, que después de ochenta años, cuelgan en la esquina del corral. Al ir a cogerlas, se rompen en pedazos, me mira sonriendo, mientras una lágrima inoportuna resbala por su mejilla arrugada.
Aquí las tenía de recuerdo, prosigue, para enseñarle a mis nietos, que aunque hoy se quejen de que no tienen una moto, yo iba andando con diez años de un sitio a otro, la mayoría descalzo, las alpargatas, las reservaba para los días de fiesta e importantes. Pero la verdad, me costaba tener el pie ahí metido, no siendo en invierno.
Cuidé mucho estás alpargatas, pues después de la muerte de mi padre, todavía había más necesidad. Los hermanos mayores tuvimos, que ir de criados, y trabajar en lo que pudimos. Poca comida y menos ropa. Ganando cinco pesetas, eso ya se consideraba mucho, pues te descontaban la manutención, y si no cumplías con lo esperado. Como por ejemplo, te pongo:
Si perdías alguna cabeza de ganado.

¡Eso, recalca, si que era pasarlo mal y no ahora!. ¡A pesar de que digan que no hay oportunidades!.