El seranu

En San Valentín

Allá por la década de los setenta, una joven enamorada unió su vida al amor de su vida. Deseaban ambos casarse en una fecha emblemática como la de san Valentín y un sábado catorce de febrero, se dieron el sí quiero.

Ambos vivían en un pequeño pueblo donde no había muchas oportunidades de medrar, sino era dedicándose a lo que siempre habían hecho sus padres, campo y ganado.
Así que decidieron emigrar para buscar un futuro mejor. Se instalaron en la ciudad de Lyon en Paris y allí trabajaron en todo lo que les salió, prosperando después de algunos años.

Desde que se habían jurado amor eterno siendo niños, no dejaron ni un solo día de alimentar ese amor. Aunque tuviesen distintos puntos de vista de las situaciones, sabían respetar la idea del otro y a pesar de no compartir ideas, aceptaban la postura contraria sin discusión.
En fechas señaladas no faltaba obsequio por pequeño que fuera para regalarse, y muchísimo menos en cada momento demostrarse su amor.
Después de dos décadas fuera de su patria, regresaron a su pueblo natal, pusieron un negocio, de bar de comidas y tienda. Los dos trabajaban codo con codo, llevando ambas cosas. No habían tenido hijos, y con esfuerzo llevaban todo.
Rara vez, se les veía enfadados entre sí, aunque las circunstancias fuesen adversas, siempre tenían una palabra de ánimo y de cariño, para alegrarse el día. Si él deseaba ir de pesca, o jugar a los bolos, ella doblaba el esfuerzo, para que pudiese acudir a su hobbit. Si por el contrario era ella la que iba al salón de belleza a la villa cercana, era el hombre el que desempeñaba las veces de tendero, y sirviendo cafés en la cantina, además de vigilar los pucheros.
Todos los que tuvimos la oportunidad de coincidir en alguna época de sus vidas, no dejamos de admirar el gran amor que se profesaban, siempre una sonrisa, una alabanza, una caricia…
Cai nunca se llamaban por su nombre, si no por cariño, amor.

Cuando llegaba el postre, algo que ambos encantaba, si quedaba poco del dulce, compartían el pequeño pedazo, e incluso si era el dulce favorito de la pareja, el otro no tenía problema en ceder su parte, aunque se quedase sin nada.

Para cuando llegó la jubilación y traspasaron el negocio, compraron una vivienda en una población más grande, cercana al pueblo. Él seguía yendo de pesca cuando podía y jugando a las cartas después de comer, mientras ella, iba a caminar. Cuando terminaba la partida, esperaba a su esposa que regresaba del paseo, donde habían quedado y juntos cogidos de la mano, iban a tomarse algo, para luego preparar ambos la cena.

Por circunstancias ella enfermó, en poco tiempo pasó de ser una persona válida a totalmente dependiente, y él no quiso ni llevarla a ningún centro, ni a nadie que le ayudase. Se encargaba de asearla, hacer la comida, alimentarla, limpiar y sacarla de paseo a veces por la calle en la silla, o en el coche a ver otros pueblos. Cuando esto último sucedía ella aún sin poder casi hablar daba muestras de estar muy contenta, sin dejar de mirarle como arrobada, mientras intentaba estirar la mano para acariciarle, él con los ojos humedecidos acercaba su rostro y se dejaba acariciar, para luego besarla con una inmensa ternura.

Así pasaron unos cuantos años, sin que dejase de cuidarla, mimarla y llenarla de besos cada día, aunque en los últimos tiempos, ella no era capaz de devolverle el más mínimo gesto de cariño, ni sonreírle. Pero aún así él nunca dejó de acariciarla y besarla mientras la aseaba y acicalaba cada día.
Pocos días antes de su fallecimiento, había sido su cuarenta y ocho aniversario de boda, donde le regaló su perfume preferido, algo que ella no pudo valorar.

Desde que se ha marchado, en su tumba cada semana siempre hay un ramo de las flores frescas, las que a ella tanto le agradaban.

Él ha sabido sobreponerse al dolor y cada vez que habla de ella, se le ilumina la cara, sin de recordarla con un profundo Amor….