El seranu

Una mente inquieta

Era el segundo de tres hermanos, y ya desde niño despuntaba en lo que años después se convertiría.
De pequeñito, era más bien rechoncho, con el paso del tiempo se convirtió en un hombre alto y bien formado, guapo, con un halo de esos que no dejan indiferente a nadie.
Destacaba, sobre todo por su mente curiosa e imaginativa. Ya desde pequeño, cuando estaba muy quieto, era de suponer que algo tramaba, haciendo miles de perrerías.
A su lado, estaba siempre su hermana, que hacía de fiel escudero, siguiéndole allá a donde fuese. Aceptando los planes que él discurría, debido quizás a la adoración que sentía por él.
De pequeños jugaban juntos, ya que había una diferencia de solo un año entre ambos. Su inseparable perro, era el mártir de los juegos. Después de cavar un buen rato con sendos martillos, agarraban el perro que se dejaba hacer de todo, y uno por las patas delanteras y otro de las traseras, balanceándolo, lo llevaban al entierro. Lo colocaban en el hoyo con la cabeza fuera y luego lo cubrían de tierra, el perro a veces harto, se largaba sin más, aunque la mayoría de las veces aguantaba, como queriendo colaborar en los juegos.

En aquel tiempo las mascotas no tenían las prendas de abrigo, que hoy casi todas poseen. Los pequeños, cuando visitaba el taller de costura, propiedad de la abuela, donde trabajaba la madre y ésta. No faltaba vez cuando allí llegaban, que desapareciesen trozos de tela, o incluso partes de alguna prenda, y no acabase vistiendo tanto al perro como a los gatos.
En una ocasión, estaban terminando de coser, un vestido para una buena clienta y a los pequeños, no se le ocurrió otra cosa, que de la manga que iban a colocar, en la prenda, meter a la gata más pequeña, que al sentirse oprimida por la tela, más que andar casi reptaba, largándose del taller, con la tela que las mujeres tenían para colocar al vestido, siendo la minina la que la lucía.
Todas sus mascotas tenían nombres propios y apellidos, La gata era, Nunú –Precisa-Trastorno. El gato Piloto- Cuétara –Loco. El perro Boby- Jacoin – Rongita.

Pasaron los años y no faltaron días, de esos que esperando por algún motivo, se hacía larga la espera, y había que actuar, si aparecía por allí algún can solitario, y estaba a mano, un utensilio viejo, como latas, ollas, calderos etc. que no sirviesen para utilizar, era lo ideal, para hacer temblar al pobre animal. En otras viendo lo famélicos que estaban, para comer un poco de carne o un bocado apetitoso en el fondo de un caldero, tenía que beberse el agua acumulada en éste, con la consabida panzada de líquido.

Mientras la abuela, ayudaba a la hija en el taller, el abuelo después de comer, dejaba descansar brevemente los ojos, acompañado de los chiquillos, estos estaban al acecho. Cuando empezaba el abuelo, a dar cabezadas, se surtían de una buena cantidad de anises dulces, que el anciano conservaba, para los días en que la tos no le daba tregua. Esperaban la sesión de ronquidos próximos a comenzar. El abuelo, era una persona muy dulcera, con cada abertura de boca, era introducido una bolita de anís, que el hombre saboreaba un segundo, dejándola caer, para llegar un ronquido de nuevo, y así el resto de bolitas, hasta que el hombre despertaba sobresaltado, por la acumulación de anises, tosiendo, y sin dejar de saborear, salía detrás de los niños, maldiciendo su suerte.

Los abuelos, personas muy religiosas, todos los días rezaban el rosario, y los niños que no deseaban acompañarlos, se hacían los dormidos, si en algún momento, los abuelos insistían que había que rezar, el pequeño le atizaba una patada como quien no quiere la cosa, en una pierna que el hombre tenía llena de varices y heridas, y como una exhalación se levantaba y de castigo los mandaba a la cama. Era lo que estaban esperando y en ausencia de los mayores, hacían guerra de almohadas y saltaban en la cama, hasta que estos regresaban.
Los ancianos tenían unos animales, entre ellos un borrico, y cuando el abuelo se despistaba, cabalgaban de una fuente a la otra para que el asno bebiese. Éste lo que quería era comer y no tanto paseo, por eso no se arrimaba a la fuente. El quería pastar por el prado, pero los pequeños no lo dejaban descansar, y el abuelo, con un carácter avinagrado, solo necesitaba el más mínimo detalle, para saltar con toda su furia. Los niños acostumbrados a su ira repentina, no le temían, sabiendo que eran su adoración, abusaban a pesar de su mal humor.
Unos días antes del óbito del anciano, sufrió un ictus, quedando su mente llena de lagunas, y lo que más persistía en ella, era el recuerdo de los pequeños, cuando creía, u oía hablar a alguien, les llamaba como si aún estuvieran allí.

En ausencia de los abuelos y los padres, quedaban al cuidado de una vecina de los primeros, llamada Flor que no tenía familia directa. Ésta era, bajita y muy risueña. Los niños la querían mucho, pero tampoco se libraba de sus trastadas, le tenía fobia a las arañas, y los pequeños no tenían reparos en tener un buen aprovisionamiento de arácnidos, que guardaban en botes de cristal. Cuando la buena mujer, se sentaba a sobrehilar alguna prenda que las dueñas le dejaban. En esos momentos los chiquillos aprovechaban para dejar salir a los animalitos, cerca de la mujer. Al ver las arañas se subía al asiento sin dejar de chillar.
La cuidadora, no sabía leer y en su ingenuidad el niño le dijo:
Florita ¿Cómo no sabes leer?
Ella contestó: “Solo fun una mañá a escuela”
A lo que el pequeño añadió: ¡Entonces eres maestra!!
Flor estalló en carcajadas, mientras no dejaba de decir. Que nenos más condenados.

Ya un poco mayores, en compañía de un amigo llamado Luis, al que tenían gran cariño, solían salir a sus primeras fiestas. En esa ocasión después de horas de juerga y sin dormir el amigo estaba cansado, ocasión que a ellos aprovecharon. El amigo nada más llegar a casa y sentarse en el sofá, se quedó dormido. Cuando Luis se dormía era casi imposible despertarlo, ya que cuando agarraba el sueño, le costaba soltarlo. Intentaron por todos los medios despabilarlo, pero no tuvieron éxito, por lo que discurrieron rociarle la piel con una pomada llamada Finangol, para los problemas reumáticos. Dicho ungüento tenía la virtud de dar un inmenso calor como si fuese fuego, pero aún así el amigo Tomás no despertó. Fue necesaria una ayuda extra de un spray, para los problemas de anginas y garganta, con un sabor bastante desagradable. Al llegar la sustancia a las papilas gustativas del amigo, hizo que éste despertase, dándose cuenta del mal sabor de boca y el inmenso calor que hacía que su frente sudase a gota gorda. Debido a la situación no hubo otra opción que ducharse en agua fría, y para reparar el daño, sendos hermanos le aplicaron aceite, que suavizó la quemazón.